Los Rishis #1 | El libro de Secretos

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Título: Los Rishis y el Libro de Secretos

Autor: Robert Delgado

Editorial: Ediciones Olmos

Nº de páginas: 328

Mi puntuación: 📕📗📘📙‘5 / 5

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Introducción

Gonur Tepe es una ciudad real, cuyos restos arqueológicos fueron descubiertos en el Desierto Negro, en Asia Central. Se estima que esta ciudad próspera fue habitada durante un período de aproximadamente quinientos años, entre el 4000 AC y el 3500 AC. La Orden Ramakrishna es una organización religiosa y filantrópica muy prestigiosa, que cuenta con casi doscientos centros en muchos países.

Cuando uso la estructura física de esta organización internacional, lo hago simplemente para proveer un mejor efecto para mi historia. En ningún momento estoy insinuando que haya algún tipo de corrupción o infiltración alguna en su gobierno.

Éste es un libro de ficción, y pese a que muchos de los lugares en él descrito son reales, la historia y los personajes son enteramente de mi creación.

En algunos casos, los significados de los términos sánscritos han sido levemente modificados para ajustarlos a la necesidad de la historia. Si bien ésta es una traducción del libro The Rishis and the Book of Secrets, que originalmente escribí en inglés, dado que soy el autor, y el español es mi lengua madre, me he tomado la libertad de reescribir algunas partes, logrando un efecto final que – en mi opinión – tiende incluso a mejorar el trabajo original.

Mis sinceras gracias a Lyda Lavagno, por proveerme las condiciones necesarias para llevar a cabo este trabajo. Muchas gracias a Yanina Olmos, por ayudarme de tantas formas.

Robert Delgado.

~ Capítulo Uno ~

Los Mantris

“No dejes que otros te guíen,

Despierta a tu propia mente,

Acumula tu propia experiencia,

Y decide tu propio camino”.

Atharva Veda

—¡Señor… señor!

—¿Cómo? ¿Sí? —balbuceó Robin, sacudiendo la cabeza para despertarse de su sueño incómodo.

—Estamos por aterrizar, Señor.

Por favor, ajuste su cinturón de seguridad —dijo la azafata, sonriendo levemente y continuando su recorrida.

—Gracias.

Estaban sobrevolando el territorio indio, y el aeropuerto de Kolkata ya estaba a pocos minutos de distancia. Robin se enderezó lentamente y ajustó su cinturón de seguridad. Las escasas nubes de lluvia que perduraban del tardío monzón pasaban apresuradamente por las pequeñas ventanas del descendiente Boeing 747, y un interminable océano de heterogéneas construcciones comenzaba a revelar su presencia bajo el denso humo gris de la ciudad.

Todo parecía quimérico. Anoche el avión había despegado cinco minutos antes de tiempo desde el aeropuerto de Heathrow; algo sumamente inusual – su sino parecía verdaderamente ansioso de llevarlo a destino. Robin dejó correr su mano lentamente sobre su corto cabello negro. Por algún motivo no estaba satisfecho con las circunstancias que lo habían puesto en ese avión; había algo que no encajaba. Ponderaba sobre los repentinos cambios que habían llegado a su vida y cuestionaba su posible significado.

Robin White tenía treinta y un años de edad, y pese a ser parte italiano y parte español, había nacido en Inglaterra. Estaba genuinamente interesado en la vida espiritual y particularmente en Yoga, Vedanta y las enseñanzas de Sri Ramakrishna, un gran santo hindú del siglo diecinueve. Robin era un visitante frecuente del Centro Vedanta de la Orden Ramakrishna en el Reino Unido, y sentía gran afecto por la mayoría de los monjes del lugar. Fue a instancia de Antananda, el Swami hindú a cargo de este Centro, que Robin viajó a India:

—Hablé con el Reverenciado Secretario General de nuestra Orden y le mencioné tu sincero interés en el estudio de la filosofía Védica y la religión en general —le dijo Antananda tres días atrás, mientras caminaban lentamente por el espacioso jardín del monasterio.

—Ah, qué bien —sonrió Robin.

—También le dije que últimamente estabas considerando visitar India. Él mencionó que estarían encantados de recibirte como huésped y proveerte la oportunidad de ver por ti mismo cómo se entiende y se vive la espiritualidad en India.

—Eh… no sé qué decir. La verdad que no había pensado viajar en este momento —expresó Robin, un tanto sorprendido.

—Sí, te entiendo, pero ésta es una oportunidad única, y un gran honor también. Además, tendrías la posibilidad de comprenderte mejor… ellos pueden ayudarte, ¿sabes? —dijo el Swami seriamente, mirándolo de costado.

—¿Cómo, exactamente? — inquirió Robin, sin comprender a qué se refería.

—Con esas… cosas que te pasan. ¡Y te pagarán todos los gastos! Están genuinamente interesados; esto es algo que se le ofrece a muy poca gente —insistió Antananda, con una enorme sonrisa que intentaba ser reconfortante.

Robin no estaba seguro de por qué aceptó la invitación. Las “cosas” a las que Antananda se refería no eran de gran significación para Robin, no las consideraba ni especial ni anormal, para él eran simplemente parte de su vida, tan natural como caminar o pensar. Sabía que el Swami no estaba siendo totalmente honesto, que ocultaba algo; pero a Robin le gustaba viajar, y como su trabajo de escritor y editor FreeLance le daba tanto tiempo libre como él deseaba, finalmente aceptó.

****

Luego de aterrizar y hacer cola por aproximadamente una hora, mientras se empapaba de transpiración en el clima tórrido de Kolkata, logró que le sellaran el pasaporte y se dirigió al área de recepción. Antananda le había dicho que alguien lo estaría esperando en el aeropuerto y, efectivamente, pronto notó un trozo de cartón con su nombre, flotando perezosamente sobre las cabezas de la muchedumbre. Se abrió camino en esa dirección y encontró a dos hombres aguardándolo.

—Hola, soy Robin White —dijo sonriendo.

—Hola, bienvenido a India, señor Robin —dijo el hombre más bajo, sonriendo ampliamente—. Yo soy Ramdas, y él es Sudhir, nuestro chofer —agregó, señalando al segundo hombre.

—Un gusto verlo, señor —dijo el chofer, juntando las palmas de las manos.

—Para mí también es un gusto —contestó Robin, uniendo sus manos de la misma manera.

—Permítame que le presente a la señorita Sara Torres; ella es una devota de nacimiento y colaboradora de nuestro convento de Hollywood, en Norteamérica —dijo Ramdas, cabeceando de mala gana hacia una mujer joven y alta que estaba parada en silencio detrás de los dos hindúes.

—Hola —dijo Robin, ondeando su mano a modo de saludo.

—Hola —sonrió ella alegremente, aproximándose a él y dándole la mano—. Encantada de verte.

En realidad soy de Argentina, aunque he vivido en Hollywood los últimos diez años.

—Un gusto verte —sonrió Robin.

—Debes estar cansado, me imagino —dijo Sara, sonriendo radiantemente—. ¿Te parece bien si nos vamos? Así podemos charlar en el auto, mientras viajamos. Ramdas miró su iniciativa con desaprobación pero se limitó a confirmar. —Sí, mejor nos vamos, los están esperando en la Sede.

Le indicó a Sudhir que llevase el equipaje de Robin, pero no mencionó el de Sara, así que tuvo que llevarlo ella misma. Robin pensó por un momento en ayudarla, pero como ella lucía bastante fuerte e independiente decidió no interferir.

Sara era una chica atractiva, de pelo castaño oscuro y radiantes ojos azules, veinticinco años de edad, inteligente y erudita, tenía un Doctorado en Sánscrito y otro en Historia Antigua. Robin, por el contrario, apenas había terminado su enseñanza secundaria; jamás pudo conformarse con la idea de tener que estudiar algo meramente para conseguir empleo o para lograr un título con la finalidad de lucirlo como una etiqueta. Además, desde su niñez, sintió un profundo interés en la práctica de la meditación. Así que apenas terminada la secundaria, abandonó el hogar paterno y se retiró a vivir una vida contemplativa en la soledad de un bosque por un período de tres años. Todo esto sucedió antes de que entrase en contacto con la Orden Ramakrishna.

Pese a su desinterés en los estudios formales, Robin era una persona muy leída y grandemente

práctica – raramente había un problema que no pudiese resolver – y tenía el porte y la autoestima de alguien que sabe adonde se dirige.

****

Sara y Robin ocuparon el asiento trasero del automóvil, y Ramdas se sentó enfrente con el conductor; ambos iban charlando rápidamente en bengalí, su lengua materna. El automóvil era un Tata Aria Prestige Leather 4×4 – un auto bastante caro para el estándar de vida indio.

—Los monjes lo pasan bien aquí, parece —pensó Robin, alzando sus cejas y comparando este coche con el viejo Volvo V70 que los mojes ingleses habían comprado de segunda mano en el Centro Vedanta.

Sudhir tejía su camino expertamente a través de un tráfico caótico e increíblemente abarrotado. Cada conductor en la calle parecía estar seriamente decidido a desafiar a todos los demás en un juego escalofriante de “¿quién se hace a un lado primero?” Octubre recién comenzaba, y el Durga Puja (la adoración de la diosa Durga) estaba en pleno auge.

Tradicionalmente, durante esos nueve días el país entero, y particularmente la provincia de Bengala, se ve envuelto en un cúmulo de festividades religiosas claramente visibles en cada templo, hogar o lugar de negocios, por más modestos que sean. Hasta los autos y los animales son decorados especialmente para la ocasión.

Para la pareja visitante, el tiempo pasó en conversación placentera, la absorbente observación de los muchos detalles coloridos y alegres de las construcciones, y de la asombrosa diversidad humana que abundaba a lo largo del camino. Los fascinantes y adherentes olores, sonidos y vistas de Kolkata llenaban sus sentidos en un flujo implacable y aparentemente interminable.

Sara le contó a Robin cómo había llegado a India hacía tres días, y que había estado residiendo en el Sarada Math – la rama femenina del movimiento Ramakrishna – esperando al “inglés”, pues así era como las monjas se referían a Robin cuando hablaban de él. Hoy, Ramdas había aparecido repentinamente a recogerla, camino al aeropuerto, para luego llevarlos a ambos a la Sede de la Orden.

Finalmente, Sara lo miró fugazmente al rostro y le habló en voz baja, efectuando una pregunta que obviamente había estado deseando hacer desde el momento en que subieron al auto.

—¿Y, te entusiasma poder ir a ese entrenamiento especial?

—Eh, ¿de qué estás hablando exactamente? —dijo Robin, arrancando su mirada de un grupo de sadhus errantes que caminaban despreocupadamente por la calle, como si nada importara en todo el mundo.

—¿No me digas que no sabes nada al respecto? ¿Hiciste todo ese viaje desde Inglaterra y ni siquiera sabes por qué? —A Sara le resultó un tanto cómico su falta total de información.

—Para serte sincero, no tengo idea de qué…

—Disculpen —interrumpió Ramdas rápidamente, en un tono muy  dulce—. Tal vez deberíamos esperar hasta que estén todos juntos y dejar que los Swamis a cargo de esta operación se ocupen de darles la información relevante, según su mejor criterio. Los otros ya están allá; pronto van a unírseles.

—¿Otros? —Robin dijo, con gran sorpresa.

—Sí, ya van a ver —anunció Ramdas—. Ya casi llegamos.

Mientras Ramdas le hablaba, Robin se permitió un momento para mirarlo más detenidamente: Ramdas se encontraba a mitad de sus cincuenta años, sus facciones estaban amontonadas en el área central del rostro, dejando mucho espacio libre para una frente amplia y un mentón bien largo. Tenía ojos pequeños y redondos de color negro, sumergidos en sus cavidades orbitarias y casi invisibles detrás de gruesos lentes de aumento con montura negra y ancha. Vestía un gorro de lana marrón lo suficientemente cálido como para las regiones árticas. Sin embargo, lo que más impresionó a Robin fue lo que percibió dentro del hombre: Ramdas era una persona profundamente herida, pero alguien que había aprendido las lecciones erradas de sus heridas, tornándose en una especie de zorro, resentido y cobardemente peligroso, un hombre al que era necesario tratar con cuidado.

A Robin no le agradó lo que vio, ni tampoco tenía interés de ocuparse en ello; aun así, no podía evitar sentir una fuerte mezcla de aversión y compasión por la pena escondida de este individuo, y se preguntaba qué podría habérsela causado.

Sara no vio ninguna de esas cosas en Ramdas, pero sintió lo que Robin sentía – esa era una de sus habilidades, a menudo podía sentir lo que otros sentían, incluso a la distancia.

Sara permaneció callada al respecto, pero colocó suavemente su mano sobre la de Robin y éste sonrió amablemente, respondiendo a su gesto solidario.

****

Finalmente arribaron a las puertas de Belur Math, la Sede de la Orden Ramakrishna. El portero reconoció su llegada saludándolos brevemente con la cabeza y prosiguió con su guardia. La multitud de devotos reunidos para atender el servicio diario de la diosa Durga, que aquí se celebraba anualmente con magnifica pompa y solemnidad, llenaba cada recodo del espléndido y basto parque, obligándolos a manejar el vehículo con penosa lentitud. Aquí y allá podían verse entre la muchedumbre, monjes vestidos de ocre y novicios de blanco, charlando con los visitantes y devotos o trabajando afanosamente dentro de los muchos edificios del recinto.

Luego de estacionar, Sudhir permaneció dentro del auto mientras que los demás se abrían camino a empujones para llegar a los templos, de modo que Robin y Sara pudiesen ofrecer el saludo acostumbrado a las Deidades.

—Esperen aquí un momento, por favor —dijo Ramdas sonriendo, cuando estuvieron finalmente parados frente a un enorme altar erigido bajo un toldo gigantesco que se levantaba anualmente para los nueve días de adoración de la Madre Durga—. Regresaré pronto; sólo necesito avisar que ya llegamos —y sin agregar más, partió, desapareciendo entre la multitud.

Sara y Robin miraban maravillados a las deslumbrantes decoraciones y al enorme tamaño de la diosa. Al menos cincuenta platos de diferentes comidas yacían a sus pies, junto con una enormidad de ropas, joyas y muchas otras cosas, listos para ser ofrecidos durante el culto. Jamás habían visto algo tan persistentemente excesivo y tan minuciosamente arreglado.

A los lados y al frente de la gigantesca plataforma sobre la cual se levantaba el altar de la diosa, había cámaras de televisión. Varios miembros del equipo televisivo se apresuraban de un lado a otro filmando cada detalle que, como supieron más tarde, estaba siendo transmitido en vivo por el canal de Televisión Nacional y vía Internet a través del canal de noticias de la Orden.

—Me pregunto si le gustaría estar aquí realmente —dijo Robin, revelando un dejo de tristeza y desencanto.

—¿A quién? —preguntó Sara, con voz escasamente audible sobre el murmullo de la multitud.

—A la diosa.

—Dudo que le gustase — contestó ella mustiamente, con una voz nostálgica que parecía emanar muy lejos, desde su profundidad interior.

****

Ramdas caminó con gran entusiasmo, abriéndose paso bruscamente hasta las oficinas de un edificio cercano, donde la gente normalmente hacía donaciones y pedía información. Un grupo de monjes y novicios de aspecto cansado estaban trabajando a ritmo febril bajo la presión de la multitud. Ramdas saludó a uno de los monjes con una sonrisa condescendiente y se dirigió sin decir palabras a una habitación pequeña, detrás de las oficinas, extrajo un teléfono celular del bolsillo de sus pantalones y realizó un llamado.

—¿Sí?

—Señor, los mlecchas ya están aquí —susurró Ramdas, asegurándose que nadie pudiera oír.

—¡Excelente! —contestó Paramparananda, en una voz alta y clara —. Tráelos. Veamos que puede hacerse.

—Sí, señor, estaremos ahí en diez minutos —Ramdas retornó el celular a su bolsillo y volvió sobre sus pasos hacia el exterior.

****

—¡Muy bien, aún están aquí! — dijo repentinamente Ramdas, apareciendo detrás de ellos—. Vamos, es hora de que conozcan a Swami Paramparananda, él es quien está a cargo.

Esa afirmación les sonó un tanto extraño, pues el Presidente de la Orden era Swami Omananda; pero lo siguieron sin cuestionarlo, pensando que tal vez se refería a algo distinto. Ramdas los condujo a la parte trasera del templo principal, dedicado a Sri Ramakrishna, haciéndoles ingresar a una pieza pequeña y de ahí hacia abajo, usando unas escaleras internas. Ahora se encontraban debajo del templo principal, precisamente bajo la cúpula mayor. Ésta era obviamente un área restringida; el lugar estaba vacío, salvo por dos empleados viejos que estaban apilando cajas de cartón contra las paredes, las cuales tenían una enormidad de repisas abarrotadas con utensilios del templo.

—¿Para qué nos trae a este lugar? —pensó Robin, observando el sótano enorme y pobremente iluminado.

—¿Todo bien? —preguntó Ramdas a los trabajadores en tono casual.

—Tranquilo, como siempre — dijo uno de los hombres, mientras el otro les abría una puerta que conducía al interior de un espacio cercado con un tejido metálico de dos metros de alto.

—¿Éste no es el lugar donde están las reliquias de Sri Ramakrishna?

—notó Sara, frunciendo el ceño un tanto confundida—. Leí que estaban ubicadas en el sótano, exactamente bajo la cúpula principal.

 —¡Sí, sí! Las reliquias están allí —sonrió Ramdas, moviendo indiferentemente la mano hacia una estructura cuadrada de concreto, donde las reliquias estaban sepultadas.

Ramdas los condujo más allá de la valla de tejido metálico y abrió una puerta despintada y poco visible, guiándolos al interior de una pequeña habitación rectangular donde, inesperadamente, vieron dos ascensores con puertas semicirculares en la pared opuesta a la entrada y CCTV cámaras a ambos lados.

—¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Por qué tanta seguridad? —dijo Robin sorprendido, mientras Sara miraba a su alrededor con serias dudas en su rostro.

—Es sólo precaución; India no es tan segura como parece —sonrió Ramdas, tecleando un código de seis dígitos en un tablero digital sumamente moderno, anexo a los ascensores. Las puertas semicirculares de uno de ellos se abrieron silenciosamente.

—Entren, por favor —dijo con aire de importancia. El ascensor se movió rápidamente en su camino descendente, ¡y continuó bajando durante casi un minuto entero! Robin y Sara se miraron con preocupación, pero siguieron en silencio. Ramdas sonreía plácidamente, disfrutando de la confusión que sus rostros dibujaban.

Finalmente, cuarenta y dos metros bajo tierra, las puertas se abrieron nuevamente y ellos emergieron del ascensor. Nada podría haberlos preparado para el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Sara miraba boquiabierta con una mezcla de euforia e incredulidad. Robin, que era siempre tan sereno, no pudo evitar exclamar,

—¡Dios mío! ¿Qué es este lugar? ¿Quiénes son ustedes?

—Esto es Dharmachakra, la Sede actual de nuestra antigua Orden, y nosotros somos mantris.

~ Capítulo Dos ~

Dharmachakra

“Éramos depositarios de gran poder,

¡Pero ay, ay de nosotros que fallamos!

Nuestra confianza fue nuestra ruina,

Y el poder de hacer el bien paso a manos malvadas”.

Libro de Secretos, I, 13

Estaban mirando a una sala circular espectacular, de al menos treinta metros de diámetro, con un techo abovedado dorado que colgaba sobre sus cabezas casi a la misma distancia. En el centro de la sala, elevándose tres metros sobre el magnífico piso de mármol, había una plataforma semejante a las pirámides Mayas, con una superficie superior muy espaciosa, donde un fuego azulado sin humo ardía constantemente en su centro. En la pared circular de la estancia había ocho aberturas equidistantes que conducían a largos corredores, los cuales acababan en un anillo octagonal gigantesco, que albergaba muchas otras salas y habitaciones. La estructura entera estaba diseñada para semejar una rueda – de ahí el nombre Dharmachakra, la rueda del dharma.

—¿Ustedes son qué? —soltó abruptamente Robin, sin poder quitar los ojos de esa visión increíble.

—¿Y por qué dijo “antigua Orden”? La Orden Ramakrishna no puede catalogarse como antigua, apenas tiene más de cien años —dijo Sara frunciendo el ceño, esforzándose por salir de la atrapante sorpresa que todo le causaba. Estaba comenzando a comprender que al fin de cuentas no sabía tanto de este asunto como ella había pensado.

En Hollywood sólo le habían dicho que iría a India para formar parte de un experimento, un entrenamiento especial para miembros como ella, gente con habilidades singulares. No obstante, como acababa de vislumbrarlo, la información era seriamente incompleta y engañosa.

Ahora toda la Orden Ramakrishna parecía ser simplemente la punta de un iceberg; un iceberg muy grande, la mayor parte del cual estaba literalmente bajo tierra!

—Somos mantris, dije, y el significado de eso les será explicado en el momento apropiado, junto con cualquier otra pregunta que puedan tener —declaró Ramdas, esta vez sin su sonrisa encantadora—. Por lo pronto van a conocer al líder de Dharmachakra y él les dirá que hacer. Vamos, Paramparananda está esperándonos —agregó, señalando con su mano hacia la sala. Robin y Sara giraron hacia la dirección señalada y comenzaron a caminar lentamente, siguiendo su guía.

—Esta es la Sala del soma. Aquél fuego que arde sobre la pirámide se llama fuego Homa, y se usa para realizar ciertas ceremonias y adoraciones. Sobre ese fuego también se prepara el soma – es un brebaje muy particular ¿Supongo que habrán oído hablar de él? —les dijo Ramdas, mientras atravesaban la enorme sala bajo las miradas curiosas de muchos mantris ocupados en sus tareas diarias.

—¿Quién no lo ha oído? —dijo Sara, sintiéndose cada vez más irritada con su tono de superioridad.

—Desde luego —prosiguió él, conduciéndolos al interior de uno de los corredores que constituían los rayos de la gigantesca rueda. Al final del largo corredor, Ramdas golpeó suavemente en una puerta situada a la derecha y, luego de esperar un momento, la abrió pese a no haberse oído respuesta alguna.

La habitación a la que entraron era una oficina muy espaciosa, mayormente vacía e impecablemente limpia. Tenía dos puertas en la parte posterior – una conducía al dormitorio del líder y la otra a su baño. Casi en el centro mismo de la oficina había un escritorio de caoba muy grande y sólido, con varios aparatos electrónicos de vanguardia y una lámpara de porcelana china exquisitamente elegante. A un lado del escritorio, sentado alertamente, había un enorme perro negro de pelaje muy espeso y largo: un mastín tibetano de más de ochenta kilos de peso. Al otro lado del escritorio, parado perezosamente frente a un espejo polarizado a través del cual podía observarse invisiblemente el salón de clase de los novicios, estaba un hombre de rasgos impresionantes: alto y delgado, de cuarenta y nueve años de edad, con pelo negro irreprochablemente cortado y ojos grandes de color ámbar. Tenía un anillo de oro y diamantes en cada mano, vestía sherwani y churidar exquisitamente bordados, y rebozaba la confianza de quien se siente totalmente a cargo.

—¡Buen día! —dijo alegremente —. ¡Bienvenidos! Mi nombre es Swami Paramparananda. Espero que hayan tenido un lindo viaje.

—¡Buen día! —contestaron juntos. Robin dio un paso hacia adelante y extendió su mano para saludarlo, pero Paramparananda simplemente continuó sonriendo, como si nada hubiese sucedido.

—Sí, tuvimos un lindo viaje, gracias. Ha sido un viaje muy interesante —Robin dijo, bajando su mano lentamente.

—¡Maravilloso! Estamos muy contentos de tenerlos aquí. Me imagino que Robin estará con algo de jet-lag, así que mejor diríjanse a sus dormitorios por ahora y refrésquense un poco antes del almuerzo. Ramdas los llevará —dijo jovialmente el mantri líder.

—Señor, ¿podría por favor decirnos…? —Sara comenzó a decir.

—Sí, sí —interrumpió Paramparananda, sonriendo sabiamente —. Puedo ver tan bien todas esas preguntas escritas en sus rostros, pero me temo que las respuestas tendrán que esperar un poco más. El almuerzo se servirá en treinta minutos, y hoy tengo una mañana particularmente ocupada — diciendo eso, regresó a su relajada posición inicial, y sin prestarles más atención comenzó a mirar nuevamente a través del espejo polarizado.

—Por favor, síganme —dijo Ramdas, moviendo levemente su cabeza en dirección a la puerta.

****

En la Sala del soma, no lejos de la oficina de Paramparananda, había un novicio hindú limpiando el piso con un trapo húmedo.

—¡Eh, Shivaji! —gritó Ramdas. El novicio se acercó rápidamente y se detuvo frente a ellos. Era un joven de aspecto alegre, de aproximadamente veintidós años de edad, tenía el cabello desarreglado y una gran nariz romana.

—Conduce a los huéspedes hasta sus dormitorios y muéstrales cómo llegar al comedor.

—¡Sí, claro, con mucho gusto! —afirmó Shivaji, con evidente alegría. Sin agregar palabra, Ramdas viró hacia la derecha, en dirección a los dormitorios de los mantris.

—Shivaji, ¿eh? Lindo nombre — observó Robin sonriendo.

—Sí, me dieron el nombre del famoso héroe Maharatha. Allí es donde nací, en Maharashtra —explicó Shivaji con entusiasmo.

—¡Ah, sí! —irrumpió Sara prontamente—. Yo leí un poco sobre él – Shivaji Bhosale, fue el fundador del Imperio Maratha, que perduró hasta 1818. Su fecha de nacimiento es incierta, pero murió el tres de abril de 1630.

—¡Wow! —expresó Shivaji boquiabierto—. ¡Parece que sabes más que yo! Para ese entonces ya habían cruzado la sala y estaban ahora frente a otros dos corredores.

—Aquí tienen que separarse, el corredor de la izquierda lleva al dormitorio de las damas y el de la derecha al de los caballeros. Aquel otro corredor, aún más a la derecha, conduce al comedor. Les quedan veinte minutos hasta el almuerzo.

—Gracias, Shivaji —sonrió Sara.

—Muchas gracias —dijo Robin. Shivaji movió una mano indicando que no debían preocuparse y agregó con entusiasmo:

—Los otros ya están aquí. ¡Son tan agradables! ¿Ustedes los conocen?

—Hemos oído de ellos pero no sabemos quiénes son —contestó Robin, encogiéndose de hombros.

—Pronto los verán, ahora que están aquí no tienen como no hacerlo; creo que están en sus dormitorios, esperando la hora del almuerzo —dijo Shivaji sonriendo—. Qué pena que hayan venido ahora que Swami Premananda ya no está aquí —agregó con un dejo de tristeza, perdiendo su sonrisa. Súbitamente, el joven bajó su voz considerablemente y prosiguió:

— Es un hombre tan especial, saben; aunque no es muy popular entre los mantris. Desafortunadamente para nosotros, hoy en día prefiere vivir retirado en las montañas —entonces agregó, con preocupación—. Por favor, no cuenten a otros lo que dije de Premananda, ¿OK? Mucho menos a él —susurró, mirando furtivamente hacia la oficina de Paramparananda.

—No te preocupes, hombre; ningún problema de nuestra parte —lo tranquilizó Robin.

—¿Es Premananda el Swami del norte de la India, él que tiene reputación de santo? —inquirió Sara.

—Sí —asintió Shivaji con la cabeza. Él y Robin se maravillaron de lo bien informada que estaba Sara—. A menudo me comunico con él; le enviaré un SMS contándole de ustedes, siempre le gusta mantenerse informado pese a su aislamiento físico. Bueno, luego nos vemos —dijo, y regresó rápidamente a su tarea de limpieza.

****

 El dormitorio de los hombres era enorme y enteramente compartido; contenía doce camas cómodamente esparcidas a lo largo de las paredes, aunque sólo había cinco ocupantes en su interior al momento. Las primeras dos camas del lado derecho, las más próximas a la entrada del dormitorio, estaban ocupadas por dos magnates chinos de Tianjin, quienes habían venido a negociar con los mantris.

En las primeras dos camas del lado izquierdo, un Lama Budista de Sri Lanka conversaba en susurros con un Cardenal Cristiano de Roma – la influencia de los mantris era obviamente de muy amplio alcance. La última cama del lado izquierdo, al final de la habitación, estaba ocupada por un hombre joven de tez blanca. Tenía treinta años de edad, era de altura media y visiblemente musculoso y fuerte. Yacía quieto, mirando al techo, y estaba perceptiblemente aburrido, esperando por el almuerzo.

—Debe ser uno de los “otros”, de los que hemos oído mencionar tanto —pensó Robin, todavía parado en el umbral de la habitación. Ingresó al dormitorio y saludó a los chinos primero; uno de ellos le respondió brevemente, devolviéndole la cortesía, el otro se limitó a mirarlo desinteresadamente a los ojos. Los religiosos Budista y Cristiano lo saludaron dándole la mano, y luego de un breve intercambio de cumplidos los dejó. Continuó hasta el final de la gran habitación y colocó su equipaje sobre una cama libre adyacente a la del joven, quien giró su cabeza curiosamente para mirarlo.

—¡Hola, buen día! Me llamo Robin, soy de Inglaterra.

—¡Qué bueno! Oí que estabas por llegar. Soy Yuri, Yuri Golovkin, de Rusia —dijo el joven, levantándose de la cama ágilmente y ofreciéndole la mano.

—Robin White. Encantado de conocerte —le dijo, apretando la mano fuerte de Yuri

— ¿Cuánto hace que estás aquí?

—Los hermanos africanos y yo vinimos hace dos días, pero Maya y Deborah llegaron hace más tiempo, alrededor de una semana, creo.

—¿Entonces esta cama la ocupa uno de los hermanos? ¿Adónde duerme el otro? —dijo Robin señalando a la única cama que tenía signos de haber sido usada.

—Sí, Jelani duerme aquí, él es hombre, pero Kiserian es mujer, por eso no está en este dormitorio. Perdón por la confusión —explicó Yuri sonriendo.

—Bien, ahora entiendo. ¿Y dónde está Jelani?

—Creo que se fue con su hermana a la biblioteca. Ven, vamos al comedor y podrás verlos a todos; aquí nadie se pierde el almuerzo, ¡la comida es excelente! —dijo alegremente— Aunque no es mérito de los mantris por cierto; tienen como una docena de esclavos en este lugar, la mayoría trabajando en la cocina —agregó en un tono mucho menos entusiasta.

—¿Quieres decir empleados? — dijo Robin, ladeando su cabeza un poco.

—No, quiero decir esclavos que trabajan en la cocina —insistió Yuri seriamente. Robin dio una especie de gruñido evasivo y decidió no continuar con el tema. Era difícil imaginar que pudiera ser cierto, así que pensó que Yuri simplemente se refería a que los cocineros recibían muy bajo salario o algo por el estilo.

Caminaron lentamente hacia la Sala del Soma. Al llegar encontraron a Sara, Maya y Deborah paradas al pie de la pirámide central, observando las múltiples esculturas sumamente hermosas y simbólicas que cubrían la mayor parte de sus cuatro caras, excepto en los escalones que llevaban a su cumbre. Vista desde cerca, la pirámide lucía impresionante y formidablemente sólida; estaba hecha de una mezcla de piedra caliza sobriamente intercalada con diseños de terracota en la capa superficial, y poseía un cierto brillo que parecía un tanto sobrenatural.

—¡Hola, tú debes ser Robin! — prorrumpió Deborah, caminando hacia él alegremente y abrazándolo sin ceremonia alguna. Todos rieron viendo la sorpresa en el rostro de Robin.

—Hola —dijo, saliendo del asombro de haber sido abrazado por una total desconocida. —¡Bienvenido a los brazos de Deborah! —Maya dijo riendo—. Nadie puede escapar a sus abrazos de oso. Deborah carcajeó estentóreamente y dijo, —Sara nos estaba hablando de ti.

Tenemos un verdadero caballero inglés entre nosotros, ¿eh? La alegría de Deborah valía su peso en oro – y era una mujer alta y fornida. Pese a ser la primer descendiente de una familia de ricos ganaderos australianos, tres años atrás había ingresado al convento de Sarada Math, en Sídney, a los treinta y tres años de edad. Tenía ojos verde claro, y su pelo rojizo, que se extendía justo hasta tocar los hombros, tenía el aspecto de estar siempre ligeramente despeinado.

Maya era lo opuesto de Deborah, con sólo veinte años de edad, era la más joven y la más pequeña del grupo. Era bastante atractiva, su largo pelo negro estaba cuidadosamente arreglado en una sola trenza gruesa y sus ojos eran grandes y marrones. Su familia, oriunda de Rajasthan, se enorgullecía de ser descendiente del legendario y pío Gurú Govind Singh.

****

Una antigua y pesada campana de bronce repiqueteó anunciando la hora del almuerzo. Ingresaron al comedor y se sentaron en una mesa al final del salón. Los sirvientes comenzaron a traer una abundante variedad de platos. El almuerzo prometía ser exactamente como Yuri había anticipado: había sopa de papas y cebollas de verdeo, pilau, bhatura, pescado de río frito, curry de pollo, verduras hervidas, y para beber agua mineral, vino tinto y gaseosas.

—Esto no es nada comparado con la comida que comen los monjes en la superficie; exceptuando el vino – ellos no lo toman —dijo de pronto un joven llamado Ramesh, desde la mesa adyacente, notando el asombro de Sara y Robin.

—¡La verdad que no esperaba algo así! —le dijo Robin, con ojos muy abiertos.

Ramesh era un novicio de treinta y un años de edad, cara redondeada, ojos negros con pupilas almendradas y aspecto de niño. En total había unas treinta y cinco o cuarenta personas en el comedor, sin contar los visitantes, a quienes Robin ya había saludado en el dormitorio de huéspedes. No había ni señal de Paramparananda; según Ramesh les contó, el líder comía en su propia habitación.

—¡Wow! Esos deben ser Kiserian y Jelani, ¿verdad? —observó Sara repentinamente, mirando maravillada en dirección a la puerta del comedor.

—¡Sí! ¿Dime si no son increíbles? —dijo Maya con gran deleite, invitándolos a la mesa con un gesto de su mano y sonriéndole dulcemente a Jelani.

En las anchas puertas del gran comedor, caminando lentamente hacia su interior, se destacaban los hermanos africanos. Ambos eran altos, muy altos, y sus ágiles cuerpos acentuaban el brillo de su piel oscura, extremadamente oscura. Sus facciones eran fuertes pero afinadas; parecían imágenes vivientes de la intrepidez, esculpidas en un ébano perfecto. Jelani era un año mayor que Kiserian, quien tenía apenas veintidós. Para aquellos que conocían el folklore y la historia tribal del África tan bien como Sara, los vibrantes colores de sus ropas y decoraciones lo decían todo: eran guerreros Samburu.

Los hermanos se sentaron a la mesa entre Deborah y Yuri, enfrente a Robin, Sara y Maya, y luego de las usuales presentaciones, comenzaron a llenar sus platos alegremente.

—¿Qué estuvieron haciendo en la biblioteca tanto tiempo? —Maya le preguntó a Jelani.

—Mirando —contestó Jelani con gran calma, mientras se servía un poco de agua.

—Sí —agregó Kiserian—. Estábamos mirando la sección de arte; había una exhibición de potes de soma antiguos en asombroso estado de preservación.

—¡Oooh! ¡Ustedes también los notaron! —expresó Maya con entusiasmo, sonriéndole a Kiserian brevemente y regresando su atención a Jelani, quien parecía muy interesado en su comida—. Sí, siendo estudiante de arqueología hindú, a mí también me parecieron muy interesantes. Aunque las fechas están equivocadas. Había un pote y un caldero de soma del sudeste de Rusia que según la descripción databa del 2500 a. C., lo cual es imposible, pues de acuerdo al conocimiento tradicional, India desarrolló el brebaje de soma alrededor del 1500 a. C. Desde luego, yo sólo estoy cursando mi segundo año de arqueología, así que no puedo afirmar que lo sé todo.

La conversación viró en múltiples direcciones, alternando rápidamente entre las divertidas historias de Deborah acerca de sus experiencias como ganadera en Australia y la enorme información que Sara podía proveer sobre casi cualquier tema. Robin estaba contento de ver que grupo tan ameno formaban, cuan libre y amigable era su trato, pero una parte de su mente no podía dejar de preguntarse qué estaban haciendo en ese lugar, en un espacio enterrado en las entrañas de la tierra y aparentemente desconocido por todos en la superficie. Estaba seguro de que los otros, pese a su exterior relajación, debían tener la misma pregunta en mente.

Finalmente llegó el postre, y probó ser una experiencia realmente dulce: había arroz con leche, yogurt dulce condensado, laddus y gulab jamun en almíbar caliente. Robin estaba muy cansado para ese entonces – su jet-lag había comenzado a afectarlo y sentía gran necesidad de dormir – así que se disculpó, y dejando a sus nuevos amigos en la mesa se retiró a dormir. El sueño lo conquistó casi de inmediato.

****

 —¡Robin, Robin! —dijo una voz distante y apagada, mientras una mano fuerte lo sacudía gentilmente—. Por favor, levántate. Hay algo que tienes que saber

—Era Yuri. Él, Jelani y Shivaji, estaban sentados en la cama de Yuri, mirándolo seriamente. Robin se sentó y miró su reloj pulsera: eran las cinco en punto; había dormido más de tres horas.

—¿Qué pasa? —dijo, rascándose fuertemente la cabeza, más que nada intentando sacarse el sueño.

—Shivaji trajo noticias — contestó Yuri. —Y no son buenas; aunque no me sorprende, debo decir —observó Jelani en tono pragmático.

—¿Qué quieres decir con eso? —dijo Robin, enderezando su espalda y sintiéndose más despierto.

—Que no son buenas para nosotros —contestó Jelani, encogiendo sus hombros anchos.

—¿Recuerdas cuando les dije que iba a escribirle a Premananda acerca de todos ustedes? —dijo Shivaji, sintiéndose un poco incómodo.

—Sí, claro —confirmó Robin, asintiendo también con la cabeza.

—Bueno, le envié un mensaje y me contestó en menos de un minuto; algo bastante inusual. Me pidió que les dijese esto: “No dejen que sepan lo que ustedes pueden hacer”.

—¿Eso es todo lo que dijo? — inquirió Robin perplejo.

—Sí.

—No dejen que sepan lo que ustedes pueden hacer —musitó Robin lentamente—. ¿Por qué nos diría semejante cosa? ¿No se supone que estamos aquí para entrenar nuestras habilidades?

—Bueno… eso es lo que ellos quieren que creas —dijo Shivaji, con el rostro de alguien que sabe estar diciendo demasiado para su propio bien —. Yo soy relativamente nuevo aquí, pero ya he visto varios extranjeros en Dharmachakra. Los tienen bajo control por cierto tiempo, hasta saber exactamente si poseen poderes o no. A los que no tienen poderes especiales los matan de inmediato; esa gente obviamente no les sirve para nada, y además, tampoco pueden dejarlos ir una vez que han visto este lugar.

—¿Y qué sucede con los que sí tienen poderes? —dijo Yuri, levantando una ceja.

—Eso es algo bastante relativo, pues la verdad es que nadie tiene verdaderos poderes, ¿no? —señaló Shivaji, mirándolos honestamente y encogiéndose de hombros. Todos miraron silenciosamente a Shivaji por un momento.

—Eh… creo que no estamos comprendiéndote —dijo Robin lentamente.

—Lo que estoy tratando de decir es que sin soma ningún mantri puede hacer cosa alguna. Todos tenemos un poquito de poder, por supuesto, pero es prácticamente inútil a menos que lo acrecentemos con soma.

—¡Oh! ¿Así es como funciona el poder de los mantris? —soltó Jelani sorprendido.

—¡Desde luego! Para los mantris y para todos, hasta donde yo sé… a menos que consideres el caso de los rishis —notó Shivaji, un poco extrañado por la pregunta.

—¿Cómo funciona para ellos? —dijo Robin.

—Yo sólo sé lo que oí de otros. Hoy en día no hay rishis, pero se dice que antiguamente algunos rishis tenían grandes poderes incluso sin beber soma, aunque nadie ha visto un verdadero rishis por miles de años. Lo máximo que un mantri o cualquiera que tenga poder puede hacer por sí sólo es tal vez un poco de telekinesis, mover pequeños objetos o cosas por el estilo. Es por eso que bebemos soma; después de beberlo nuestros poderes se multiplican enormemente por un período de cinco o seis horas, hasta que el efecto desaparece —elucidó Shivaji.

—Todavía no contestaste a mi pregunta —insistió Yuri con seriedad—. ¿Qué le ocurre a los que tienen poderes?

—En teoría, cuando los mantris encuentran extranjeros con poderes genuinos que podrían ser incrementados con el uso de soma, tratan de adoctrinarlos y reclutarlos. Los que aceptan, luego de recibir el entrenamiento adecuado, son generalmente devueltos a sus países de origen a trabajar para los mantris. Los que rehúsan ser reclutados desaparecen para siempre. ¿Hay alguien que haya aceptado? —preguntó Yuri.

—He oído de algunos casos, pero son muy raros —explicó Shivaji. Permanecieron en silencio por un momento, ensimismados en sus propios pensamientos. Shivaji los miró ansiosamente, cuestionándose por qué se había soltado a decirles tanto y si creerían lo oído.

—Shivaji, por favor, necesitaríamos que hagas algo por nosotros; ¿podrías hacerlo? —dijo Robin vacilando.

—Por supuesto.

—Por favor, ve al dormitorio de las mujeres y cuéntales todo lo que acabamos de hablar – ¡todo! Y asegúrate de que Sara esté presente cuando lo hagas.

—Ningún problema —exhaló Shivaji, aliviado de ver que sus palabras no habían sido ignoradas—. Tenía que ir de todos modos. Hay otra cosa que vine a decirles. Esta noche habrá una ceremonia especial a beneficio de los otros visitantes, y Paramparananda quiere que ustedes estén presentes. Por favor, vayan a la Sala del Soma a medianoche.

****

Cinco minutos antes de la medianoche, Robin, Yuri y Jelani, ingresaron a la espaciosa sala. Las mujeres ya estaban allí. Los mantris no les permitieron acercarse a la plataforma, así que todos se pararon juntos, de espalda a la pared circular. A unos quince metros de distancia, sentados alrededor del fuego eterno, que ardía silenciosamente sobre la alta plataforma de la pirámide, podían ver a Paramparananda, el Lama Budista, el Cardenal Cristiano y los dos magnates Chinos.

Las luces estaban apagadas. Unas pocas velas grandes, ubicadas en nichos a lo largo de la pared, y el azulado fuego Homa, eran las únicas fuentes de luz, creando un efecto muy especial que hacía que las llamas sobre la plataforma luciesen desconectadas, como si flotasen en el vacío, fijando todas las miradas en ellas. Paramparananda vestía un hábito ceremonial púrpura con delicados diseños bordados en hilos de oro y plata. Con cada ofrenda que vertía en el fuego sagrado, susurraba ciertos encantamientos que Robin y los otros no lograban discernir a esa distancia.

Ramdas y los demás mantris estaban parados silenciosamente sobre el piso de mármol blanco alrededor de la pirámide. Cada uno de ellos tenía en sus manos una botella muy pequeña conteniendo una dosis de soma – los visitantes ubicados sobre la pirámide estaban visiblemente sin soma.

—¿Qué piensas de todo esto? — Robin le preguntó a Sara casi en un susurro.

—¡Es una locura! —susurró ella enojada—. ¡Somos prisioneros en este lugar! Kiserian y yo tratamos de usar el ascensor hace una hora, pero fue imposible. No se puede usar sin la combinación. Luego uno de los mantris apareció de pronto y nos corrió. Le dijimos que necesitábamos aire fresco, pero él insistió diciendo que ahora estamos bajo entrenamiento especial y que no podemos dejar Dharmachakra sin permiso del líder.

Exactamente a la medianoche, Paramparananda se puso de pie sobre la imponente plataforma, y así lo hicieron también los visitantes. Luego, en una voz fuerte y clara, todos los mantris comenzaron a recitar en sánscrito, dirigiéndose a su líder. Sara tradujo para Robin y los otros:

—¡Oh, Comandante de las huestes, así como el soma te torna invencible en la batalla, triunfante sobre las multitudes, dador de felicidad, preservador de la fuerza, creador de poderosas armas, renombrado, victorioso, saludable y grato, que así podamos también nosotros beber el soma y disfrutar de felicidad!

Luego Paramparananda levantó sus brazos extendidos y dijo, también en sánscrito:

—¡Oh divino y potente soma, con tu brillante magia concédenos sabiduría y poder! ¡Que ninguna fuerza adversa nos perturbe jamás! Tú eres supremo en poderes físicos y mentales; ¡haznos como tú, defiéndenos de nuestros enemigos en la batalla!

—Esos son mantras del Rig Veda, pero no están en la forma original, fueron modificados —comentó Sara en voz baja—. Los mantras originales eran recitados para invocar el bienestar de la gente; ésta versión no parece tener en mente el beneficio del pueblo —agregó, frunciendo el ceño.

Entonces Paramparananda elevó su botella de soma y dijo en una voz vibrante, esta vez en inglés, de modo que los visitantes pudiesen comprenderlo:

—Henos aquí una vez más, deseosos de conceder el ruego de nuestros amigos y aliados extranjeros. ¡Beban entonces, queridos hermanos, beban el poder de los dioses… nosotros, la única gente verdaderamente espiritual, nosotros, los dioses de la tierra!

—¡Swaha! —entonaron todos los mantris simultáneamente, vaciando sus botellitas de un trago. Una nueva atmósfera invadió el lugar casi de inmediato, un poder vibrante comenzó a manifestarse, invisible pero claramente perceptible. Hasta el fuego parecía responderle; sus pálidas llamas azuladas se agitaron un instante, emitiendo chispas multicolores que ascendieron en ondulaciones serpentinas hasta perderse gradualmente en las alturas; luego las llamas se aquietaron, quedando así, sin cambio, congeladas en el tiempo.

—Vengan, queridos hermanos — dijo el líder, ondeando solemne y carismáticamente su mano hacia las extrañas llamas—. Ofrezcan sus oraciones al sagrado fuego, y ellas serán concedidas.

Los cuatro visitantes se pusieron de pie, parándose cerca del fuego, sus manos temblaban con anticipación. Entonces, inclinándose ligeramente hacia adelante, cada uno de ellos arrojó sobre las llamas un pequeño pergamino escrito. Las peticiones penetraron en el inmóvil fuego con un movimiento lento y amortiguado, como si estuviesen hundiéndose en un líquido muy espeso. Luego, pasados unos segundos, los pergaminos fueron consumidos en una repentina implosión de color rojo que destelló por un instante, dando lugar a un pilar de fuego rojiblanco que se lanzó furiosamente hacia el techo a gran velocidad, elevándose más de seis metros y llenando la sala con su luz. La sala se tornó viva con otro gran poder, un poder distinto al que sintieron al comienzo, erizando los pelos con su mero roce y haciéndoles hormiguear la piel.

Cuando las llamas finalmente se encogieron, retornando a su tamaño y color usual, Paramparananda se dirigió a los peticionarios, hablándoles con voz profunda y melodiosa:

—Vayan en paz, hermanos, sus súplicas han sido contestadas.

~ Capítulo Tres ~

Un Día de Aprendizaje

“El ego es el mayor enemigo de los humanos”.

Rig Veda

—¡Esa sí que fue una verdadera toma de conciencia – y una que mete miedo! —confesó Deborah durante el desayuno, tratando de hablar tan quedamente como su emoción se lo permitía—. ¡Dios! ¡Cuando estos tipos dijeron que hacían soma, jamás me imaginé que podían hacer el soma de los tiempos antiguos! Se supone que es un mito, ¿no?

—Por eso querían que estuviésemos allí —dijo Kiserian, deslizando sus dedos pensativamente sobre el disco de cuentas multicolores del hermoso collar que reposaba sobre sus firmes hombros—. Ellos querían que lo viésemos.

—Muestra tu poder a tus enemigos y tal vez decidan unírsete —explicó Jelani, sirviéndose más chapattis.

—¡Hombre! Nosotros no somos sus enemigos, ¿no? —dijo Deborah, poniendo los ojos en blanco, como si estuviese expresando algo obvio.

—Yo no estaría tan seguro: lo somos si ellos así lo creen —contestó Jelani tranquilamente.

—¿Por qué irían a pensar que somos sus enemigos? —insistió Deborah—. ¡Para ser honesta, yo ni siquiera sé qué diablos estoy haciendo aquí!

—Esa es la verdadera pregunta —indicó Jelani—. ¿Por qué nos ven de esa manera?

—Tú no pareces temerles de todos modos —dijo Maya alegremente, vertiendo té en la taza de Jelani pese a que estaba bebiendo café.

Jelani sonrió al ver eso y dijo amablemente, mirándola a los ojos por primera vez, —Todo guerrero se atemoriza en ocasiones; pero el miedo puede canalizarse y usarse positivamente, como la ira, o el amor.

Maya se sonrojó intensamente, y fue sólo gracias a las risotadas que Deborah estaba tratando en vano de suprimir, que notó que ahora estaba vertiendo té sobre los chapattis de Jelani.

—Así es como me gustan —dijo él, asintiendo con la cabeza.

Todo el grupo explotó en ruidosas carcajadas, ahogando las avergonzadas disculpas que Maya trataba de expresar; rieron tan estridentemente que cada cabeza en el comedor giró en dirección a ellos.

—¿Notaron que los peticionarios de anoche ya se fueron? —mencionó Sara en voz baja, una vez que se habían calmado—. Parece que consiguieron lo que querían y desaparecieron.

—Quien sabe cuánto tuvieron que pagar por esos favores; lo que sea que hayan sido —dijo Robin, bebiendo un poco de agua y mirando rápidamente a los mantris más cercanos para cerciorarse de que no estuviesen escuchando.

—Dos de ellos estaban mortalmente enfermos; lo que querían era curarse. Qué querían los otros, no lo sé —susurró Kiserian.

—¿Cómo sabes que estaban enfermos? —dijo Robin, también en un susurro.

Kiserian lo miró tranquilamente a los ojos pero permaneció en silencio.

—Ella es una loibonok —contestó Jelani, notando la reserva de su hermana.

—Sí —dijo Kiserian finalmente, dado que la explicación de su hermano resultó aún más incomprensible—. Una loibonok Samburu, es una sanadora que nació dotada con la habilidad de adivinar las causas de las enfermedades e infortunios, y puede sanar y guiar a los guerreros en la batalla.

—¿Y no hay loibonok hombres? —preguntó Deborah sorprendida.

—No, la loibonok es siempre mujer —elucidó Kiserian.

—¡Buenísimo! —dijo Deborah con una sonrisa.

—Anoche vi que dos de los peticionarios estaban muriendo, podía ver que algunos de sus órganos internos estaban casi podridos debido a sus vidas licenciosas; sin embargo, al final de la ceremonia, ni siquiera tenían rastros de enfermedad.

—¡Dios mío! ¡Ese sí que es un arte ciertamente especial! —dijo Deborah asombrada—. Yo también tengo alguna destreza curativa: puedo acelerar el proceso de curación a voluntad, ¡pero lo que tú haces es extraordinario!

—¡Sin duda! —alegó Sara impresionada.

—Entonces, si ellos pueden hacer todo lo que vimos, ese brebaje de soma les da verdadero poder a esta gente —Yuri dijo seriamente—. ¡Jamás imaginé que semejante bebida existiese!

—Al parecer existe —Robin asintió— Y es obvio que todos nosotros tenemos también ciertos poderes; así que al menos por el momento, creo que deberíamos hacer exactamente lo que Premananda nos aconsejó: no dejar que sepan lo que podemos hacer.

—Sí, creo que eso es lo mejor —dijo Sara con convicción.

Cuando estaban por acabar el desayuno Ramdas se les acercó y, mirándolos de pie a cabeza, desde el fondo de sus profundas fosas oculares, les anunció melosamente, —Hoy comenzarán su entrenamiento, serán instruidos en nuestra forma de vida y en nuestras gloriosas y antiguas tradiciones espirituales. Swami Sampradayananda oficiará como Acharya, instructor. Por favor, vayan al Salón de Entrenamiento en treinta minutos —Viendo que no había preguntas, sonrió amigablemente su sonrisa de santo largamente practicada y partió.

****

Media hora después, exactamente a las nueve, salieron del dormitorio de las damas – donde se habían reunido luego del desayuno para continuar deliberando sobre su situación – en dirección al Salón de Entrenamiento, que estaba adyacente a las habitaciones de Paramparananda. En el camino vieron a Shivaji y a Ramesh, el novicio de cara redondeada que le había hablado a Robin el día anterior durante el almuerzo. Estaban asentando un caldero enorme en una base metálica portátil sobre la pirámide, para suspenderlo firmemente sobre el fuego sagrado.

Robin los saludó alegremente con un gesto de su mano desde la base de la alta plataforma y Shivaji dijo, —Hoy es día de soma, pronto comenzarán a prepararlo.

—Ese caldero parece realmente pesado —dijo Deborah.

—Lo es —asintió Shivaji, meneando su cabeza en ese estilo tan característicamente hindú—. Incluso ahora que está vacío se necesitan dos personas para moverlo.

Mientras Shivaji y Deborah conversaban, Ramesh descendió hasta la base de la pirámide y le susurró al grupo muy seriamente, —Tenemos noticias; pero ahora vayan a la clase, más tarde charlamos… Sí, yo también pertenezco al grupo de Premananda, como Shivaji —agregó rápidamente, notando la forma inquisitiva con la que lo miraban—. Recuerden: mantengan la calma.

****

Se sentaron en el Salón de Entrenamiento enfrentando un pequeño escritorio que estaba sobre una plataforma petisa. Detrás del escritorio, sobre la pared, había una pizarra negra grande y un espejo enorme a su lado, en el cual se podían ver ellos, perfectamente reflejados, y el resto de la extensa habitación. Por el momento estaban solos.

La distribución del mobiliario en el Salón de Entrenamiento era muy similar a la que se podía encontrar en prácticamente cualquier aula escolar, con la excepción de que sólo un tercio de la habitación era ocupada con sillas, el resto estaba casi vacío. Había cuatro estanterías grandes sobre las paredes laterales y dos mesas largas que habían sido empujadas contra la pared posterior; pero todo estaba aparentemente sin uso, no había siquiera un libro.

—¡Qué extraño! —dijo Deborah, mirando a su alrededor—. ¡Tan pocas sillas para una habitación tan grande!

—¿Quizás estén experimentando un declive de aprendices? —sugirió Maya, apretándose los labios.

—Más bien diría que quitaron lo que sea que estaba aquí —dijo Sara, entrecerrando sus ojos—. Se me ocurre que no querían que lo viésemos.

—Eso es más probable —concordó Yuri.

Luego de un minuto aproximadamente, ingresó al salón un mantri de baja estatura, medio pelado, rozando los cincuenta años de edad, algo gordito y con una barriga bastante generosa. Su paso era apresurado y su aspecto muy asustadizo, como si la muerte estuviese pisándole los talones. Trató de sentarse detrás del escritorio pero tropezó con la plataforma y estuvo a punto de caer, así que decidió en cambio permanecer de pie y recostarse contra el escritorio desde abajo.

—Hola, buen día —dijo finalmente con una voz inusitadamente aguda y mirando aprensivamente en todas direcciones, como si aguardase la repentina materialización de algún desastre inminente.

Yuri y Deborah se miraron brevemente, intercambiando sonrisas.

—Yo soy Acharya Virananda, y estoy aquí para enseñarles los preliminares. Acharya Sampradayananda está un poco ocupado en este momento, así que me pidió que comenzase la clase por él —dijo el mantri, ondeando una mano sudorosa en el aire y haciendo un raro sonido, similar al cencerro de las vacas, con los varios objetos extraños que colgaban de sus gruesos brazos y cuello.

—¿Esos son trofeos de guerra? —inquirió Jelani seriamente.

—¡Oooh! Yo iba a preguntar exactamente lo mismo —le ronroneó Maya a Jelani, pasándole la mano tímidamente sobre el hombro para limpiarle una basura inexistente.

Jelani miró a Maya por un breve instante y luego, muy feliz consigo mismo, regresó su atención al Acharya.

—¿Cómo? ¡Ah, no, no! Estos son amuletos… para protección —explicó Virananda sonriendo encogidamente, mostrando unos dientes marrones y desagradables.

—¿Protección contra qué? —dijo Kiserian con genuino interés. Siendo sanadora, era muy consciente del poder contenido en ciertas sustancias y objetos.

—¡Demonios! —susurró Virananda luego de una larga pausa, cubriéndose la boca con ambas manos y dando una mirada aterrada al gran espejo detrás suyo.

—¿A qué se refiere con eso de demonios? —soltó Sara con un toque de incrédulo enojo en su voz—. ¿Dice demonios refiriéndose a criaturas del infierno?

—No, no estoy hablando del concepto que se entiende en las culturas cristianas. Digo demonios refiriéndome a criaturas monstruosas del Bhutaloka, el mundo de los demonios —contestó el Acharya, con ojos enormemente abiertos.

—¿Está hablando en serio, señor? —cuestionó Yuri en tono casi desafiante.

—¡Por supuesto que estoy hablando en serio! —Virananda exclamó un tanto ofendido—. Hay mantris que cuando trabajan juntos pueden traer criaturas desde el otro lado y forzarlas a servirlos. Y eso no es todo… hasta pueden enviar gente al otro lado —agregó en el más sutil susurro; esta vez abriendo tanto los ojos que parecía que estaban por desprenderse de su rostro—, así es como muchos han desaparecido. ¿Se dan cuenta? Es la forma más eficiente de deshacerse de ellos; nadie puede acusarte si no hay evidencia de ningún tipo, ¿no es así?

—¿Y cómo lo hacen? —dijo Robin, cobrando interés.

—¡Y yo que sé! ¿¡Acaso sé semejante cosa!? —reaccionó Virananda nerviosamente—. Uno necesita tener la habilidad; algunos mantris pueden, otros no. Por suerte, son pocos los que pueden hacerlo verdaderamente, y nadie puede hacerlo solo… bueno, nadie excepto… hay excepciones, como en todo —susurró, mirando asustado sobre sus hombros—. Es bueno que pocos puedan hacerlo; ¡esos demonios son criaturas realmente viciosas!

—Yo todavía no entiendo cómo es que lo hacen – ¿abren alguna clase de portal o algo? —dijo Maya.

—No, no, no es así como se hace —dijo el Acharya, frotándose un pañuelo sobre su rostro sudoroso y haciendo tintinear sus amuletos—. Hay infinitos mundos, o universos, coexistiendo en el mismo espacio, pero no podemos percibirlos porque están en un estado de vibración diferente, por así decirlo, ¿sí? Lo que algunos mantris pueden hacer es forzar a esa criatura o persona a un estado vibracional distinto, de modo que pueda cruzar la barrera dimensional.

—¿Es así como excavaron este lugar, entonces? —observó Sara rápidamente.

—¡Ah! Sí. ¡Eres muy inteligente! —sonrió admirado, volviendo a mostrar sus dientes asquerosos—. Esa fue exactamente la forma en la que Dharmachakra fue excavada sin que nadie pudiese detectarlo. Hace muchos años, cuando el templo que está en la superficie estaba siendo construido por los monjes de la Orden Ramakrishna, los mantris enviaron la tierra cuyo espacio es hoy ocupado por Dharmachakra a otra dimensión, ¡y los monjes ni se enteraron!

—¡Impresionante! —dijo Robin.

—Sí, es muy interesante —dijo Deborah con desidia—, pero a mí me suena a insensatez.

—Pero es la pura verdad, ¿no es así? —dijo Virananda, moviendo su cabeza de lado a lado al estilo hindú.

—Tal vez, ¿pero quién puede creerlo? —dijo Deborah simplemente—. Lo que sí me gustaría saber —agregó con más interés—, es cómo se hace el soma. Nos dijeron que hoy es día de soma y que estaban a punto de prepararlo. Por favor, díganos como se hace.

—Hmm… no sé, se supone que debo enseñarles la historia de los mantris y las generalidades de nuestro trabajo, así que mejor nos adherimos a eso —dijo Virananda inseguro, mirando de reojo hacia la puerta del salón.

—Señor —insistió Deborah imperturbable—, la preparación del soma es ciertamente una parte esencial en la vida de los mantris, ¿no es así? Así que no estaría desviándose de las generalidades en absoluto.

—Bien… supongo que podría… sí, ¿por qué no? Después de todo, están aquí para aprender, ¿verdad? Bueno, trataré de explicarlo sencillamente —dijo el Acharya aclarando su garganta. Y acto seguido, caminó hasta el pizarrón y principió a escribir una lista de ingredientes con un trozo de tiza blanca.

—Primero necesitan papaver somniferum, cannabis sativa, ephedra sínica, amanita muscaria y peganum harmala en iguales cantidades —Virananda sonrió gozosamente, explicando el proceso. Parecía como si su miedo y su tensión se hubiesen repentinamente esfumado—. Estas substancias tienen que ser cosechadas el primer día de la luna llena. Luego necesitan el ingrediente especial, por supuesto, que debe ser cosechado el primer día de la luna nueva. Finalmente, tienen que hervir todos estos ingredientes juntos por aproximadamente doce horas, a fuego muy lento, agregando agua con frecuencia para evitar que se espese demasiado, hasta que se transforme en una substancia de color dorado transparente. Simple, ¿sí?

Virananda se detuvo por un momento para inspeccionar sus reacciones; cuando vio que todos estaban oyendo atentamente cada palabra que decía, desplegó sus asquerosos dientes sucios con evidente alegría.

—Naturalmente —continuó con gran confianza, gesticulando ampliamente—, como podrán imaginarse, es extremamente importante asegurarse de que ninguna substancia extraña penetre a la mezcla; caso contrario, su capacidad de magnificar los poderes mágicos sería destruida. Además, cada paso de la operación requiere la cuidadosa entonación de adecuados mantras y encantamientos. Sin los encantamientos apropiados o la estricta pureza de sus ingredientes, todo lo que obtendrían sería una mera poción alucinógena.

—¡Genial! —dijo Deborah, impresionada.

—Por favor, señor, ¿podría decirnos cuál es ese ingrediente especial que mencionó anteriormente? —preguntó Sara con evidente interés.

—Eh… eso es algo delicado… a ese ingrediente se lo mantiene en secreto, ¿verdad? —dijo, poniéndose nervioso una vez más—. Es algo que no se revela a nadie hasta que uno no haya jurado lealtad a los mantris; y los pormenores de ese ingrediente sólo se aprenden cuando se ha sido iniciado como Destilador, o sea preparador del soma, lo cual no es cosa fácil de lograr… lleva años.

—¡Por favor, señor! —rogó Maya con una expresión encantadora e inocente—. Ya nos dijo tanto; no nos deje así, por favor.

—Hum… OK, podría darles una pequeñísima indicación para satisfacer su curiosidad, ya que están tan sinceramente interesados —susurró luego de una pausa, mirando nerviosamente hacia el espejo en la pared—. Pero absolutamente nada más, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijeron Maya y Deborah simultáneamente.

—Bien, el ingrediente especial es….

—Demasiado especial para hablar al respecto —dijo una voz clara y firme qué pareció llenar la habitación de frío.

Swami Paramparananda estaba parado en la puerta del Salón de Entrenamiento. Era evidente que hacía un gran esfuerzo por retener la calma, pero sus ojos y su boca estaban tornándose en meras líneas, y cuanto más se afinaban mayor era la furia y la amenaza que irradiaban. A su lado se encontraba Rahu, el enorme mastín Tibetano, poderoso y fiero, sus largos y desarreglados pelos se mecían, subiendo y bajando onduladamente con cada expansión y contracción de su pecho colosal.

La mirada espeluznada de Virananda oscilaba velozmente entre Paramparananda y el perro negro.

—Por supuesto, Señor, sí, sí, es un secreto; como les estaba diciendo, ¿verdad? Qué bueno verlo por aquí, Señor, es tan amable de su parte venir a la clase —a esta altura su rostro estaba cambiando de color tan rápidamente, que daba la impresión de estar buscando la tonalidad que mejor lo hiciese invisible.

—¿Qué estás tú haciendo aquí, y dónde está Sampradayananda? Se supone que él es quien debe estar dando esta clase —dijo el líder, acercándose gradualmente a Virananda, flanqueado muy de cerca por el perro.

—Está muy ocupado, señor. Hoy es día de soma y él es el único Destilador experimentado disponible; aparte de usted, señor, claro —explicó el Acharya rápidamente, quién ahora parecía estar tratando de ducharse en su propia transpiración.

—¿Por qué no fui informado? Yo podría haber enviado un reemplazante temporal —dijo el líder, mirándolo penetrantemente con sus grandes ojos ámbar. —Bien, no interesa, ya no es necesario; Pujananda acaba de llegar a Dharmachakra, él también es Destilador, así que puede substituirlo.

Paramparananda y Rahu estaban ahora tan cerca de Virananda que, accidentalmente, el perro colocó una de sus enormes patas delanteras sobre el pie del Acharya.

—¡Aarrjj!, —gritó aterrorizado, tratando de saltar hacia atrás tan lejos como le fuese posible, pero logrando sólo caer de cola al piso, pues su pie estaba anclado al suelo con el peso del formidable perro negro.

—¡Eres una desgracia!, —siseó el líder entre dientes, lleno de malicia—. Ve a buscar a Sampradayananda, y dile a Pujananda que lo reemplace de inmediato.

—S-sí, señor —tartamudeó Virananda casi incomprensiblemente, logrando finalmente escapar del perro y apresurándose despavorido fuera del salón de clase. Sus amuletos resonando fuertemente a cada paso.

—Esperen aquí, por favor; Sampradayananda vendrá en un minuto —les dijo Paramparananda con pretendida calma, y luego de observarlos fijamente por unos segundos, dejó el salón displicentemente.

Mientras aguardaban la llegada del nuevo instructor, conversaron libremente sobre lo que Virananda les había dicho.

—¡Ese hombre está patentemente chiflado! —dijo Deborah con gran énfasis—. Aun así, debo admitir que me dejó pensando.

—Tal vez se trate de una mera distracción —observó Yuri, mirándola a los ojos—. He visto ese tipo de estrategias durante mi entrenamiento militar.

Finalmente, luego de vivos intercambios de opinión, decidieron aceptar el hecho de que independientemente de cuan loco o paranoico pudiera estar Virananda, era innegable que había mucho de honestidad en su voz.

—Yo diría que por ahora, él es una de las pocas personas en este lugar en quien no tenemos razones para desconfiar —dijo Sara convincentemente.

****

Instantes después, ingresó al salón con paso altanero un hombre alto y sumamente delgado, de cara larga y plana, ojos negros y pequeños, casi escondidos detrás de lentes de aumento redondos y gruesos. Se sentó con fluidos movimientos detrás del escritorio y, mientras se ajustaba los lentes con el dedo índice, carraspeó para aclarar su garganta.

—Soy Acharya Sampradayananda —dijo en una voz tan plana y seca como su rostro—. Antes de comenzar, debo pedirles que olviden todo lo que hayan oído de labios de Virananda. Como ya lo habrán notado, ese hombre está un tanto desequilibrado; no se lo puede tomar en serio —concluyó con una leve elevación de sus cejas.

—Bien, creo que una ligera explicación de quienes somos es lo indicado para comenzar. Los mantris somos una organización secreta; siempre, por milenios, hemos infiltrado y usado a las religiones prevalentes de la era con finalidades de cobertura y camuflaje. Somos una Orden muy antigua de sabios poderosos, dueños de elevados logros espirituales y mágicos – la mayoría de los cuales ustedes ni siquiera pueden imaginar en los países occidentales. De hecho, para ser preciso, es sólo aquí, en India, donde se puede encontrar la calidad interior necesaria para dominar semejantes artes y lograr tales alturas de lucidez.

Sara y Robin intercambiaron una rápida mirada de reconocimiento; ya habían visto muchas veces esa misma actitud de superioridad en los Swamis que iban al Occidente a enseñar.

—Disculpe, señor —se atrevió Robin—, considerando todo lo que hemos oído y visto aquí en Dharmachakra, teníamos la impresión de que el poder de los mantris procedía de la ingesta del soma y no de una superioridad innata.

—Sí y no —dijo Sampradayananda, sin siquiera ojear en dirección a Robin, manteniendo la mirada por encima del grupo—. Si bien es cierto que usamos el soma para aumentar un poco nuestros poderes, es igualmente cierto que somos sus únicos creadores; y eso de por sí es un logro extraordinario, algo jamás igualado en otra parte del mundo.

—Los rishis no necesitan soma, ¿no es así? —dijo Kiserian plácidamente—. Así que ustedes no son los sabios más grandes y poderosos del mundo, como usted afirma.

Esta vez, Sampradayananda la miró directamente antes de dirigirle la palabra con evidente despecho.

—Los rishis son cosa del pasado —dijo lentamente—. Nosotros hemos sido el único poder por miles de años, y si algún día los rishis hubieran de surgir de nuevo, lo harían aquí, en la tierra de sus ancestros, donde nació cada rishi que jamás existió.

—Si los mantris no están conectados a la Orden Ramakrishna y por lo tanto no son monjes, entonces, ¿por qué no hay mujeres entre sus miembros? —notó Sara, cambiando intencionalmente el tema.

Sampradayananda la observó por largo rato, sin tratar siquiera de esconder la mezcla de lástima y desdén que lucía su luengo rostro.

—Bueno, ¿qué puedo decirte? —dijo eventualmente—. Todo el mundo sabe que las mujeres no son tan… capacitadas como los hombres. Por lo tanto, no podemos esperar encontrar el tipo de poder y el talento que nosotros tenemos entre las personas del sexo femenino —sonrió despectivamente, mirando nuevamente sobre sus cabezas hacia el fondo del Salón de Entrenamiento.

—¿Está diciendo que las mujeres son inferiores a los hombres? —dijo Sara, alzando su voz un poco más de lo deseado.

—¡Cuidado! —le susurró Robin a Sara—. Él quiere que te enojes.

—¿Quién puede negar los hechos? El mundo pertenece a los hombres; las mujeres son… para procreación —contestó el Acharya condescendientemente.

—Si así es como piensan, entonces, ¿qué estamos haciendo en este lugar? —soltó Deborah, comenzando a ponerse muy roja en sus mejillas.

—Eso, es algo que yo realmente no sé, y algo que no deja de sorprenderme —dijo lentamente, con el primer dejo de sinceridad—. Se me pidió que les enseñase, y es lo que me limitaré a hacer.

Sampradayananda continuó su oda irracional sobre la grandeza de los mantris durante largo tiempo, hasta que finalmente, cuando llegó la hora de almorzar, les permitió salir.

****

El almuerzo no resultó tan sabroso esta vez. Estaban preocupados y tenían mucho que pensar y conversar; sin embargo, decidieron no intercambiar ni una palabra en el comedor, por miedo de ser escuchados, así que luego de comer se fueron directamente al dormitorio de las damas en busca de privacidad.

Apenas habían llegado cuando Shivaji apareció trayendo en sus manos una gran pila de toallas limpias.

—¡Qué bueno, me alegra encontrarlos juntos, tengo importantes noticias! —dijo ansiosamente.

Colocó las toallas sobre una de las camas libres y se sentó a su lado.

—Las llevo como excusa, por si me ven viniendo aquí —explicó sonriendo, colocando una mano sobre las toallas—, y para esconder algo importante que les he traído; ya lo verán en unos minutos.

—¿Qué querías decirnos? —preguntó Robin tranquilamente. Todos los ojos estaban fijos en Shivaji.

—Antes que nada —dijo Yuri, bajando la voz—. ¿Es realmente seguro hablar aquí? ¿No hay cámaras y micrófonos escondidos en Dharmachakra? Nosotros vimos cámaras en el acceso al ascensor, dentro de esa pequeña habitación en la superficie.

—No que yo sepa, y no creo que tengan ese tipo de seguridad aquí abajo. Se sienten seguros aquí, y nadie puede salir excepto a través del ascensor o el mini funicular —dijo Shivaji confiadamente.

—¿Mini funicular? Jamás lo vimos. ¿Adónde está? —dijo Sara con avidez.

—No lo han visto porque se supone que no deben verlo, naturalmente —explicó Shivaji, meneando su cabeza animadamente—. La entrada al funicular está en la parte trasera del almacén de la cocina. Desde ahí se extiende a través de un túnel que termina en el interior de un garaje en la superficie, afuera del predio del monasterio.

—Por supuesto, el ascensor no podía ser la única vía de entrada —asintió Sara, comprendiendo mejor las cosas.

—El funicular se usa para entrar las provisiones y sacar los desechos, y además, es la principal vía de entrada y salida para los miembros de Dharmachakra. El ascensor es solamente para los visitantes VIP o para gente como ustedes, que desconfiarían demasiado si fuesen introducidos a Dharmachakra a través de un funicular subterráneo —agregó Shivaji, encogiéndose de hombros.

—No me sorprende que se sientan seguros entonces —dijo Yuri, moviendo su cabeza afirmativamente—. ¡Estamos en una fortaleza, a más de cuarenta metros de profundidad, y con sólo dos aberturas fácilmente controlables!

—Sí, no tienen motivo para preocuparse —asintió Shivaji—. Nadie ha escapado de aquí jamás, hasta ahora al menos – porque eso era lo que vine a decirles: esta noche nos vamos.

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Si te ha gustado, puedes leer aquí la reseña.

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6 comentarios en “Los Rishis #1 | El libro de Secretos

  1. Sandra M. dijo:

    Hola!!
    Pues me han gustado los capítulos que has puesto, que por cierto, me parece una idea genial para así decidirte o no, por un libro 😀
    Gracias por compartirlos!
    Besos <33

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    • elprimercapitulo dijo:

      ¡Muchas gracias por pasarte Sandra! Sí, la verdad es que lo hago para recomendar algunas lecturas que no tienen mucha visibilidad por ser de autores independientes, por ejemplo. Aunque suelo compartir de todos los libros que pueda. Un beso guapa 😘

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