Tiempos de sal | Lola Fernández

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FICHA TÉCNICA

Título: Tiempos de sal

Autora: Lola Fernández Estévez

Editorial: Playa de Akaba

Nº de páginas: 410

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SINOPSIS

Tiempos de sal narra la historia de Judith, una chica ecuatoriana que es secuestrada por una mafia de trata de mujeres. El día que intenta escapar de esa esclavitud, se encuentra ante una original mansión y una enigmática mujer, Isabel. Judith, en un primer momento, finge ser la asistenta que esperaba. Una noche, descubre una serie de extrañas escenas que la pondrán sobre la pista del gran secreto que envuelve a esa misteriosa mujer. Una intriga subyugante y sutil que nos habla de la esclavitud ejercida sobre las mujeres y de cómo la lucha y la esperanza son los únicos caminos a seguir. Qué cuenta Un sendero de claveles…. Jimena es una mujer madura que lleva una vida feliz e independiente, rodeada de sus hijos y nietos. Pero un día su existencia se ve truncada por el terrible mal de Alzheimer, lo que le hace tomar una serie de decisiones tan necesarias como difíciles.

CAPÍTULO 1

Contemplar el Atlántico desde la ventanilla del avión me hizo tomar consciencia de que empezaba una nueva vida. Esa uniformidad azulada me reclamaba proyectos. Volaba desde Guayaquil a Barcelona con el billete pagado por la agencia de trabajo ecuatoriana, que acababa de contratarme para trabajar en una multinacional de ropa deportiva. Al parecer dicha empresa buscaba operarios extranjeros para ahorrarse los altos sueldos nacionales.

En un primer momento compartiría con otras chicas un piso proporcionado por la misma agencia, se generaba así un paquete de deuda compuesto por los gastos del viaje, el hospedaje, más la comisión por encontrarme el empleo. El total ascendía a cuatro mil euros que debía pagar en un año. No me importaba trabajar durante un tiempo, únicamente, para devolver el dinero, después ya buscaría mi propio apartamento y por fin sería libre.

Mi entusiasmo era tan fuerte como el Boeing 777 con el que desbarataba las nubes camino a mi destino. Nada hacía suponer, a tan buenas perspectivas, que en cuanto tomara tierra iba a ser secuestrada por una mafia de trata de mujeres.

 —

Treinta días más tarde.

Aquel cliente empujaba de manera salvaje mi cabeza de títere contra su bragueta, podía ver empañarse los cristales del coche y forzada a seguir el ritmo de la música que sonaba en el CD-ROM: I Just can’t help believing. «Un: así, puta, así, así…» acompañaba al estribillo de la canción de Elvis Presley.

El sujeto, ya desahogado y como impactado por una lucidez divina, pareció tomar conciencia de repente de que estaba en la cuneta de una autovía y cualquiera podría reconocerlo aparcado en ese lugar. Me empujó fuera del coche sin otra despedida que el de «drogadicta asquerosa» y un estridente derrape de ruedas, que incrustó de piedrecillas mi cara y mis ojos. Llegué a tumbos hasta un pino del pequeño descampado porque además de no ver, creí que iba a desmayarme. Vomité la rabia que me daba tener las venas sucias de la heroína que me anulaba.

Ese fue mi último cliente y el principio del fin de una pesadilla, visto con la perspectiva de un año hay momentos en que parece, incluso, no corresponderme. Todavía deambulan sombras por mi memoria que me impiden dormir y dejar de mirar hacia atrás. A pesar de todo, cuando se debilite mi confianza en la vida, quizá me ayude a comprender las extrañas razones y vericuetos de las que se sirve el azar para cumplir su cometido.

Aquella noche, Judith Herrera, yo, di por finalizada una vida que no había elegido y me habían impuesto. Todo el terrorífico mes vivido hasta ese momento pasó a formar parte de una experiencia difícil de asimilar. Lo único importante era sobrevivir, ser puta y estar drogada día y noche era un mal menor ante los peligros que me acechaban.

En el grupo yo era de las de más edad, mis veintitrés años casi parecían demasiados para las pretensiones de los delincuentes que nos retenían. Tenía como compañeras de destino a cuatro ecuatorianas, tres cubanas, cinco de los países del Este y dos españolas. El mejor cebo de esa red de traficantes de mujeres era la promesa de conseguirnos un permiso de residencia, y la falsa esperanza de dejarnos marchar si pagábamos la deuda que habíamos generado; pero la realidad era que nos retenían indefinidamente bajo amenazas de muerte. La diferencia de las dos españolas con nosotras, las extranjeras, era que ellas habían sido captadas a través de la droga. Había camellos encargados de informar a la mafia sobre jovencitas de buen aspecto, muchachas sin hogar que no podían pagarse la adicción.

Recuerdo el caso de una compañera que no regresó a dormir. Madrugada tras madrugada, la cama vacía nos recordaba que todavía podía ser peor. El miedo y alivio de no haber sido elegida para una desgracia mayor tenía más fuerza para borrarla de nuestra memoria que el transcurso del tiempo. Otra de las chicas, Sara, una de las más jóvenes y rebeldes, destinada a trabajos especiales como decían ellos, regresó una noche con los ojos emborronados de máscara de pestañas y sangre en la boca. Cuando se desnudó le vi moratones y quemaduras de cigarro por todo el cuerpo, eso, y el labio partido, dejaban pocas dudas sobre a qué menesteres había sido sometida. Sin embargo, a pesar de sus diecisiete años y el aspecto de niña delicada, se introdujo en la cama enroscada como un ovillo sin emitir una queja. Desde esa noche, la niña frágil se ganó mi respeto y el de las demás, a juzgar por el silencio, igual al que se produce ante las catástrofes, que llenó la habitación.

No tener a nadie que me esperara, que pudieran hacer daño o extorsionar excepto a mi propia persona, era el mejor acicate pa- ra un día intentar huir. Esa palabra machacaba mis pensamientos: huir, huir… Si algo tenía claro a corto plazo era pasar desapercibida y fingir colaboración con los proxenetas como estrategia y salvoconducto para seguir viva.

El protocolo de llegada a la prisión se dividía en dos partes: la primera doblegar la mente, seguida irremediablemente por el cuerpo. En la habitación donde me alojaron no había ventanas, las camas estaban distribuidas en literas tipo cuartel militar. El terror, las vejaciones y los pinchazos de heroína las veinticuatro horas del día se sucedían hasta conseguir anularnos la voluntad. Siempre vi a tres secuestradores, en realidad nunca supe de cuántos delincuentes se componía la totalidad de la banda. A veces dejaban la puerta entreabierta de la habitación y los veía jugar a las cartas en la sala contigua.

Excepto al gordo caribeño, a los otros dos, uno muy moreno y otro de un blanco extremo, les gustaba pasear por los pasillos de literas para elegir a dos de nosotras al azar. Nunca me atrevía a mirarlos a la cara con la falsa esperanza de no propiciar la elección. Y eso era: una falsa esperanza, porque cerrar los ojos no me salvo de nada, aquella noche me tocó a mí. Me sacaron de la cama a rastras, agarrada por el pelo. María, la otra chica que iba a compartir mi suerte, tropezó con mis piernas al caer de la litera de arriba. La cubana, una vez en el suelo, empezó a sacar espuma por la boca y a tener convulsiones en brazos, piernas y cabeza. El chulo blanco crudo de aspecto nazi que la había tirado la levantó y la aplastó contra las camas con expresión de asco.

—¡Estás podrida, maldita! —dijo con un español torpe. Con gestos violentos eligió a la más cercana, fue el brazo de Sara el que atrapó y arrastró hacia la otra habitación. Los valientes insultos que profería la nueva víctima al agresor me hacían sufrir porque sabía que solo iban a servir para aumentar la violencia y ferocidad del nazi.

En aquel instante pensé que nunca podría olvidar la cara del sujeto abalanzado sobre mí, ni la repugnancia que su asquerosa piel y aliento me producían. Sin embargo, la memoria ahora me imposibilita describirlo y solo queda el recuerdo de una sombra picada de viruela. La ausente mirada de Sara desde la cama de al lado me enseñó que había que evadirse rápido del cuerpo martirizado, a pesar de que la sabandija que tenía encima había atado una cuerda a mi cuello y tiraba de ella cada vez que me embestía.

Oí gritar al nazi sobre el cuerpo de mi compañera de suplicio. —¡Toma!, ¡toma!, esto para que te vayas acostumbrando. Desde la cama, con la cabeza colgando, veía boca abajo al gordo caribeño que sonreía baboso el trabajo de sus compañeros, mientras volcaba con tino de ebrio una botella de coñac en un vaso.

Simulé obediencia, con ello evité algunas palizas y más abusos privados. Me llevaron a un club nocturno donde me obligaban a trabajar hasta el amanecer, pero al menos logré que disminuyera la dosis de heroína; aunque siempre sospeché que más bien era pa- ra disimular ante los clientes no estar drogada. Sus razones daban igual, al menos yo me encontraba con mejor estado de conciencia.

La siguiente recompensa a mi colaboración era disfrutar del aire libre. Me trasladaron a una zona concreta de una autovía, donde supongo que las distintas mafias negociaban sus territorios porque veía a mujeres que no eran de mi grupo. Mi horario, como el de todas, era desde las doce de la mañana hasta las tres del mediodía y después de comer hasta las doce de la noche, a partir de esa hora seguía hasta las cuatro de la madrugada en los clubes. La mierda metida en las venas y sus aterradoras amenazas eran consideradas como suficientes perros guardianes para custodiarme bajo el cielo abierto. La droga empezaba a parecerme la única ayuda que permitía soportar lo que estaba viviendo.

Pero aquella noche, en el descampado de la autovía, tras la vomitera, el aire fresco del mes de octubre y algo inexplicable me insufló fuerzas para acariciar la posibilidad de escapar. Lo sentía por Sara, los proxenetas habían descubierto nuestro afecto y a falta de otros familiares a los que dirigir sus amenazas para coaccionarme, Sara, según ellos, sería la que pagaría las consecuencias.

Los faros de los coches descubrían a rachas mi minifalda de charol blanco y las botas del mismo color. Supuse que mis piernas morenas y el suéter negro debían verse desde la perspectiva de los conductores, invisibles. No era difícil imaginar la visión espectral de las dos prendas caminando solas por la cuneta. Me encontraba en la autovía de Barcelona dirección Vic: dos pistas de asfalto persiguiendo en su recorrido los inicios del parque natural del Montseny, una zona montañosa plagada de bosques a tan solo cuarenta kilómetros de Barcelona. Cuando mi último cliente marchó eran las doce menos cinco de la noche. La furgoneta que debía recogerme a mí y al resto de las chicas esparcidas por la autovía para llevarnos a los locales de alterne, estaba a punto de llegar.

La noche y mis ojos parecíamos conformes con la luz de aquella luna mordida. En el valle, los pequeños pueblos apiñados punteaban de luces el horizonte. Soplos del incipiente otoño se empeñaban en envolverme con revoltijos de hojas secas, imaginaba en ese baile de crujidos todos los murmullos de libertad. Durante unos segundos dudé que el aglomerado de chicle en el que se habían convertido mis músculos y tendones respondiera bien a una emergencia.

De repente, entre la catarata de faros que fluía por la carretera, vi parpadear el intermitente de la furgoneta. En ese instante alguna fuerza maligna clavó mis tacones en la tierra. El vehículo detenido frente a mí abría sus puertas. La luz interior iluminaba las caras de mis compañeras, algunas, somnolientas, apoyaban sus cabezas mal sostenidas en los vidrios de las ventanas. Sara, con los párpados a medio cerrar, estampaba en el cristal una ventosa con sus labios, desde fuera me pareció la molleja enroscada de un enorme caracol rojo. La voz del conductor, el gordo caribeño, resonaba distorsionada en mis oídos:

—¿A qué esperas , ya tú sabes, zorra? ¿O tendré que bajar a buscarla?

Mi cerebro huía a toda velocidad con el revoltijo de hojas que me había envuelto hacía un rato, sobrevolaba el bosque, los campos, las montañas…, pero mi cuerpo no respondía a ningún impulso. Me apagaba y encendía a ritmo del intermitente, la luz amarilla alumbraba mi ombligo y se colaba por el corto margen del suéter. La paciencia del individuo se acababa. Escuché el rasgueo del freno de mano. El gordo bajaba a por mí. Por fin, me vi llevada por el movimiento descoordinado de mis piernas y brazos mientras miraba hacia atrás enajenada, perseguida por el depredador. No vi las zarzas, ni la maleza, fui engullida por el amasijo de vegetación negra del bosque.

Al fin, mi abuela, hubiera reconocido a su nieta Judith como una Herrera. Hasta su muerte, hacía solo tres meses, ella había sido mi única familia. Regresé con ella cuando mis padres murieron en un incendio. Aunque nací en Ecuador pasé toda mi infancia en España, en Castillazuelo un pueblecito de Huesca, adonde papá, cuando yo tenía solo unos meses, decidió emigrar y donde me eduqué y viví hasta los catorce años. Al desaparecer ellos, y ser menor de edad, fui devuelta a mi país a cargo de la abuela.

La abuela Aquilina aminoró la desgracia de haber perdido a mis padres, fue ella, no la universidad, quien se encargó de formarme para la vida. Y sobre todo de inculcarme durante la adolescencia el deber ancestral que tenía nuestro apellido.

Además del genio compartíamos los ojos y el pelo de india Topachi. De boca en boca, de padres a hijos, contaban la valentía y resistencia de hierro de nuestra estirpe. A pesar de pertenecer a una familia de pocos recursos económicos, éramos toda una institución entre la gente. Uno de nuestros antepasados salvó al poblado de morir arrasado por las lluvias, y a través del tiempo la historia se magnificó tanto que no se supo bien si realmente salvó a una persona, a dos familias, o a toda la aldea. Las restantes historias sobre descendientes, quizás más obligados por el peso de la tradición que por dones naturales, también estuvieron involucradas en salvamentos heroicos. Por eso la abuela, siempre, al anunciarse como seño- ra de Herrera, apostillaba con urgencia que ese apellido nada tenía que ver con la profesión de herrero, sino con la fortaleza del hie- rro. Aunque con el crecimiento tuve la certeza de que el significado etimológico del nombre venía más de un ascendiente español con dicha profesión, que de cualquier otro atributo. No sería yo quien sacara a la abuela de esa aureola de sobriedad en la que le gustaba envolverse.

Me convenció de que había que preparar el futuro y tuve todo su apoyo cuando decidí estudiar medicina. Le prometí que volvería a España cuando ella muriera. Decía que en un lugar como Ecuador donde la miseria era tan natural como los sobornados políticos, no tendría nunca futuro. La abuela trabajaba en las plantaciones de bananos desde el amanecer hasta que se iba la luz. Por las noches bordaba ropa para tener más ingresos y poder criarme, siempre le persiguió la inquietud de tener muchos años y poco tiempo para velar por su nieta. Cuando murió me dejó un medallón turquesa, recuerdo de la familia, que siempre me acompaña. Pensé que daba igual el país donde me encontrara porque ya sabía lo que era sentirse sola en este mundo. Por entonces fue cuando acepté la oferta de la agencia para trabajar en España.

La noche de mi huída cualquier chasquido del bosque era interpretado en defensa propia. El gordo caribeño no había conseguido atraparme, le supuse ahogado en su propio sebo. Caminé duran- te dos horas por sendas corta fuegos, entre montañas. Los ojos me escocían, mis pies se llagaron, ya no podía más y me rendí ante un llano donde alguien guardaba aparejos de campo, también había un tractor y los restos de un coche abandonado que me parecieron un hogar. No hice caso del perro que ladraba a lo lejos, ni siquiera me planteé en ese momento si en el lado del conductor había muerto alguien, a juzgar por el espachurramiento de chatarra del asiento. Mi estatura menuda permitió acomodarme sin esfuerzos en la parte trasera, mientras en el exterior, la humedad de la noche se pegaba a los pocos cristales que quedaban en las ventanillas. Al principio no quité ojo a las esperpénticas sombras proyectadas por el arado y el tractor, pero el cielo distrajo mis angustias porque nunca había contemplado un espectáculo igual: la bóveda celeste arqueaba los luceros, e interpreté, más sosegada, con los párpados del todo abatidos, que aquel galimatías de estrellas era mi primer regalo de libertad.

—-

Antes que la luz de la mañana, me despertó un temblor con latigazos: la sangre rememoraba a la heroína. El síndrome de abstinencia me provocó sudoraciones, ansiedad, taquicardias… Intenté respirar profundamente para controlar el acelerón. Un pañuelo de papel sirvió para limpiarme las botas y la falda de charol de los azotes de la hierba, tenía los brazos y las piernas llenos de garabatos de sangre coagulada por los arañazos de las zarzas. Al menos era consciente de que retornaba a mi cuerpo y a sus sensaciones, aunque fueran malas, porque tenía hambre, frío y rugía en mi cabeza una manada de elefantes; pero era libre y en aquel momento solo debía escoger bien unos de los caminos que tenía delante de mí, rogué al destino que fuera el menos malo y comencé a caminar por el que estaba asfaltado.

Las verrugas verdosas, peludas, de las montañas del Montseny ondulaban el paisaje con gibas de arboledas. Desde mi perspectiva, en la pequeña carretera que ascendía, la autovía se había convertido en una fina, ronca y tortuosa lombriz. Recordé, supongo inspirada en la soledad del paisaje y sin dejar de mirar hacia atrás, a otra de las chicas desaparecida. Supimos que había pedido ayuda a un cliente del club para escapar. Dos días después oímos decir, en la barra, a uno de los camareros, que el fulano había tenido un accidente mortal con el coche, de ella no supimos nunca nada más. Volví a pensar en Sara, le pedí perdón y recé para que no le hicieran daño.

El asfalto de la carretera terminaba delante de una cadena oxidada donde se columpiaba, entre chirridos, un cartel de prohibido el paso en mal estado. La falta de otras expectativas hizo que la saltara sin pensarlo dos veces. El camino privado era un cauce de chinas apuntalado en sus bordes por cipreses gigantes. Los árboles parecían suplir la labor de una hilera de lacayos que señalaban el camino a la casa, al visitante. Anduve sin levantar la cabeza del suelo para no resbalar con la gravilla, al terminar de girar una curva encontré de pronto, rayada por las rejas negras de una verja, una mansión que tenía forma de castillo.

Era la primera vez que veía un edificio así. Ajenos a la natural fragilidad del entorno se alzaban tres torreones magnánimos, coronados con almenas y ventanales de cristales emplomados de colores, al más alto, el que se encontraba en medio, le calculé unos veinte metros de altura. Empujé con esfuerzo la cancela de hierro que la hiedra había hecho suya. Al otro lado, un jardín tapizado de hojas caídas, color ocre, se extendía ante mis pies. Bajo la hojarasca, entre pequeños claros, aparecía un estrecho camino de piedras en forma de «Y» que llevaba hacia la casa.

Los árboles centenarios, tan majestuosos como la vivienda que guardaban, delimitaban de forma natural ambos lados de la parcela. A la izquierda, a medio camino antes de llegar a la entrada, descubrí entre las hojas la punta del ala de un angelito de bronce, levitaba sobre la estructura de una fuente en forma de trébol. A los pocos metros, empecé a distinguir los barrotes y cristales de una puerta arqueada parecida a las de las iglesias. Entre las volutas doradas de la estructura, pude diferenciar una figura tenebrosa que manipulaba desde el interior la cerradura. Una señora vestida de negro abría la puerta entre un gruñido de goznes, tras ella el perfil de una chimenea de piedra, ante ella, yo, exhausta, dispuesta a pedir ayuda; pero no hizo falta que abriera la boca, ni siquiera de emitir el balbuceo que seguro me hubiera salido en ese momento porque recibí una orden inmediata:

—Pasa —obedecí disimulando mi contrariedad y agradecí a la providencia no tener que dar explicaciones—. Llegas quince minutos tarde. Sígueme.

Sus rasgos eran finos, de nariz pequeña y labios armónicos, sin embargo, todo en ella aparecía estirado, actitud, figura y voz revestían tal severidad que contagiaba. Erguí todas las vértebras que pude para no desentonar con su sombra.

Ahora, un otoño más tarde, me doy cuenta de la docena de abrigos bajo los que oculta el ser humano lo mejor que tiene. Debido, quizás, a la fragilidad de nuestra materia interna las capas deben ser gruesas y los muros altos.

Caminé tras ella, ansiosa por saber qué esperaba de mí. Su cintura estrecha distraía sobre el cálculo de su edad. Llevaba el pelo recogido en un moño color chocolate. Me atreví a aventurarla no más de cincuenta benevolentes años, confirmé la consistencia y protección de las paredes de aquella casa para que la vejez no la hubiera descubierto todavía.

Sus pasos y los míos crujían los escalones de madera. Atravesamos interminables salas y un sorprendente invernadero interior repleto de helechos, que daba a lo que sería mi habitación. Sobre la cama un uniforme azul claro de sirvienta reposaba coqueto como asistido en la pose por un fantasma plano.

—Tienes treinta minutos para cambiarte y bajar al salón.

Mi segunda preocupación, después de la ducha, era saber si iba a ser capaz de encontrar el camino de regreso al salón.