Primer capítulo | Natica | Lola Fernández

natica

FICHA TÉCNICA

Título: Natica

Autora: Lola Fernández Estévez

Nº de páginas: 220

Editorial: Editables

Cómpralo en Amazon por 15,16 € | Cómpralo en digital por 3,00 €

SINOPSIS

Natica ha nacido en un momento equivocado.

En Córdoba, en 1926, en unos tiempos en que la Guerra Civil pasa de ser una amenaza a una terrible realidad, en la desesperanza de una familia humilde… alguien convencido de la legitimidad de su libertad y de la pertenencia de su sexualidad no tiene cabida.

Esta es la desgarradora historia de Natica, que se rebela a la inercia de una sociedad donde hombres y mujeres viven anestesiados por la religión y el poder del Régimen.

Un drama histórico basado en hechos reales.


I

El piconero lleva los pantalones viejos atados con una guita, ceñida justa, bajo una camisa ancha, azul, de trabajo, bamboleada por el viento y los esfuerzos. Es 18 de febrero de 1926, hace frío en la sierra cordobesa, quizá más que otros años, y a pesar de ello una mancha de sudor se extiende por el pecho y los sobacos. Se seca la cara con las mangas, libera la cabeza del gorrete que lleva encajado hasta las orejas y lo deja junto al botijo, sobre un trapo donde guarda pan con un arenque. El saquito que le ha tejido su mujer no ha volado con el viento, sigue en la rama columpiándose como si una forma invisible lo ocupara, lo lleva siempre con él, le gusta mirarlo entre respiros porque la ve a ella y le ofrece la prenda buen servicio cuando arrecia el frío.

La madera que ha conseguido amontonar llega ya hasta su altura de hombre menudo, tiene la alzada justa que necesita la tarea. Se aparta unos metros para, con perspectiva, comprobar que la leña está colocada en forma de hongo gigante, bien dispuesta. Corta con el hacha otra pila más pequeña hasta convertirla en astillas, las ramas crujen como si suspiraran, cree el piconero que el bosque acaba de descubrir, de súbito, su suerte. Las adereza con el brío que da la práctica de los años, las engarza al montículo grande ya formado de menor a mayor a modo de apéndice leñoso, que hará de mecha para que, sin esfuerzo, la leña chica contagie de candela a los troncos grandes.

Se introduce coja la camisa en los pantalones, algo molesto por la incómoda oscilación de la tela que interfiere sus movimientos. Da saltos, forra con ramas y barrujo la parte alta del gran montículo de leña, lo cubre de tierra como manda el protocolo de piconero, debe ser precavido y no olvidarse de dejar cuatro agujeros para que respire la hoguera. Busca el aire y a su favor enciende el fuego, que prende rápido, apaciguando el frío, el que está sintiendo en el escaso intervalo de reposo. Las llamas se extienden rápidas a la pila grande, ahora solo toca esperar a que la candela haga su trabajo y vuelva carbón los muñones de árboles muertos. La tierra amontonada encima caerá sobre la fogata, agua sólida para que la lumbre no pase de ahí y no corra riesgo ni él ni la sierra.

—¡Manuel, Manuel, que ya ha nacido!

Es el Tío Papeles el que se acerca, baja gritando por el cerro. Manuel recién se ha sentado sobre un pedrusco frente a la hoguera para, a su calor, comerse el almuerzo. Los gritos del Tío lo distraen en el momento en que está cortando el pan con la navaja, la hoja de acero traspasa la miga y le siega la palma de la mano del pulgar al meñique. Aclara la herida sin prisa, a chorro de botijo, refresca el olor a sardina de los dedos, unas gotas de sangre ennegrecidas caen y pintan las piedras.

El piconero es cuñado y amigo del Tío. Manuel se pone de pie para recibirlo. Una ristra de trapo viejo le ha servido para taponar la herida. El pariente llega tembloroso por la emoción y no se percata del daño que muestra el piconero en la mano y en la expresión de la cara.

 Rafael Benavente es más conocido por el Tío Papeles que por su nombre. —Mote cuyo origen se desconoce—. Es delgado igual que Manuel, pero algo más alto, lo atrae hacia sí y lo aprisiona sin dejarlo respirar, los huesos de Manuel se amanojan entre sus brazos y el pecho, le da la enhorabuena con el aliento ahumando las palabras.

—¿Qué ha sido?

—¡Hembra, Manuel, hembra!

—¿Se encuentra bien mi mujer?

—Sí, la ha atendido la comadrona y tu hermana, todo ha ido muy bien.

—¡Vaya, una hembra! —La mirada de Manuel se la lleva la tierra—. Tendrá ayuda en casa la mujer.

El piconero no parece alterado por la noticia, pasea meticuloso alrededor del fuego. Tiene la cara tiznada y los globos de los ojos lucen tan blancos cuanto le permite el contraste con la carbonilla, aunque ha tomado sus precauciones comprueba el fuego, respetar el perímetro limpio de rastrojos es primordial para que ninguna brizna descalabre de la candela y haga de las suyas en el monte.

Los dos hablan con acento andaluz, dejan de pronunciar algunas letras, pocas, pero el oído intuye el significado a pesar de ser aspiradas, sobre todo las eses finales, por esos rincones cuando se desprenden de los labios sazonan la tierra y no hace falta que suenen para comprender que son plurales.

Se sientan sobre un pedrusco. El biruji obliga al piconero a rescatar el saquito de la rama, el trajín del viento ha adherido a la prenda las brozas de medio bosque, al piconero no le importa porque le hace sentirse del mismo material que el campo. Ofrece el botijo a su pariente; el Tío bebe.

—Pero, hombre, ¿no te alegras? Es preciosa, ha salido «Fernández», piconera, Manuel, la más bonita de todas las mujeres de Córdoba.

Manuel mira a su cuñado pensativo, adivina en el entusiasmo del hombre la falta de hijos, avanza hacia él mientras sus orejas, algo separadas de la cabeza, recortan el resplandor de la lumbre, una desaparece inesperada entre sus dedos para rascarla antes de contestar.

—Me alegro, Rafael, claro que me alegro. —Manuel llama Rafael al Tío Papeles solo en momentos trascendentales—. Es mi hija y un hijo siempre es una alegría; pero no nos engañemos, su trabajo lo trae, además es mujer y si encima dices que ha salido bonita…—El recién padre se lleva la mano a la barbilla—. Eso no son más que problemas, cuñado, problemas…, y una boca más… No me va a quedar otra que recoger el doble de piñones y hacer más picón, lo siento por el burro por que un día de estos quizás lo reviente.

 Manuel no sabe que esa niña solo será la segunda de los nueve hijos que le deparará el destino.

—No te veo hombre con miedo al trabajo, Manuel, mira tú. Si no la quieres, ya sabes, me la das para mí, al fin y al cabo, tú ya tienes un niño.

Manuel sonríe, le da una palmadita en la espalda al cuñado, el Tío dice lo mismo en todos los nacimientos de familiares y amigos.

—No, Rafael, la niña es mía y sin conocerla ya la quiero más que a nada en el mundo, debe de ser esto cosa de la sangre que ata y tira más que las morcillas.

El Tío Papeles asiente, los dos observan cómo se extingue el fuego, hay que darle tiempo al aire de la sierra para que lo enfríe y brote el carbón.

Al atardecer lo introducen en las sacas, el Tío le ayuda, como bien dice Manuel hay una boca más, aunque por ahora solo se alimente de teta de madre.

—¡Mioreja!, prepárate —ordena Manuel al burro.

El animal baja la cabeza, recta, milimétrica, ha aprendido la maniobra a base de vara verde, no es distraído por las dos moscas que entran a beber en uno de sus ojos ni las que le revolotean las partes bajas y tiernas del vientre, es el agua y el calor que necesitan los insectos para sobrevivir al invierno, y le parece a Mioreja que tales bichos son siempre los mismos individuos. Parte de la carga descansa sobre el aparejo, el resto la ha colocado dentro de las alforjas y porque el lomo del burro se acaba, piensa a veces Manuel.

 Las tres figuras caminan sombreadas por tres nubes grises que han untado el cielo de oscuro, aire limpio, luz cansada en la tarde de invierno. Es hora de volver a la ciudad, a Córdoba, a casa. El camino reaviva a Manuel el escozor de la herida y con ella el pensamiento de que ha vuelto a ser padre, tiene ganas de ver a la niña, ¡claro! Estira el trapo que le hace de venda y cubre mejor la herida. ¡Una hija, una hija!, grita para sus adentros.

Natividad Ramírez, la mujer de Manuel, se ha despedido agradecida de María La Morena, también llamada Mariquita y mujer del Tío Papeles, hermana de Manuel. La cual ha ayudado a la comadrona. Las dos cuñadas tienen sus diferencias de caracteres, pero Mariquita no quiere perderse ningún alumbramiento familiar. Le empezó la venia por haber salvado la vida del hijo de otra parienta, al darse cuenta, tras marchar la partera, de que la criatura había dejado de respirar y ya el niño cárdeno, color muerte, le metió los dedos y le sacó de la garganta resto de inmundicia de la madre. Cree que esa habilidad para salvar infantes le viene como recompensa a su estéril matrimonio, pues a punto de alcanzar la cincuentena tiene ya del todo las esperanzas de madre, perdidas.

 Hace dos horas y media que Mariquita se ha marchado de la Rinconada de San Antonio número 5, la calle donde viven Manuel y Nati, debe aprovechar la poca luz que queda de día para llegar a su casa. Se encamina hacia «El Olivar», una finca a medio camino de Cerro Muriano, a tres horas con paso ligero si se va por sendas de bosque. Allí, junto a su marido, se les pasa la vida haciendo de guardas. A la mujer se le enredan los pasos en la falda negra, va abrigada con toca de lana sobre la cabeza y la boca, le viene a la memoria la rencilla que se trae con su cuñada Nati, la desecha del pensamiento para sustituirla por la cara de la recién nacida. Ella ha cumplido, ha dejado a la niña con buen color, al principio la criatura no quería mamar, pero pocos chiquillos se resisten a sus friegas en la planta de los pies. La niña se ha quedado tranquila, limpia y vestida, y la madre bien despabilada y con poca pérdida de sangre. Mariquita ha calculado llegar a la finca antes que el Tío Papeles, ella también tiene deberes que atender, su marido volverá hambriento y cuando se enfada no las gasta buenas, y tampoco hay que provocarlo.

 Nati está de pie ante los fogones, tiene la niña sujeta con el brazo izquierdo, sobre sus senos, el lugar es una cocina comunitaria en la que a cada vecino le corresponde un fogón. La construcción se alza alrededor del patio, contiene un naranjo antiguo, un único retrete también comunitario, el pozo y el pilón para lavar la ropa, allí viven doce familias en las doce habitaciones que conforman la finca: siete en la planta baja y cinco en la azotea.

Mientras Nati cocina, Antoñito, su hijo de dos años, no se desengancha del vestido. Lo llaman Moreno por ser el niño igual de oscuro —pelo, piel y la junta de las uñas— que el tizón, ha salido a la rama del padre. Moreno observa de vez en cuando el vientre deshinchado de Nati, se hace sus cábalas de infante y determina que la panza que tenía la madre desde hace nueve meses era por algo que comió y ya ha soltado.

Nati recibe la primera visita tras parir, es Tallero, el gitano, la gente dice que se entera de manera no humana cuando nace una criatura por la rapidez con que aparece en el lugar del acontecimiento. Su don es predecir el destino de los recién nacidos. Es gitano viejo y vive también en el barrio de las Costanillas, pero unas calles más abajo, en un sitio para gitanos alejado de la Rinconada de San Antonio. La mujer escucha al hombre sin dejar de remover con la cuchara de palo las gachas que cocina, es la cena del marido y no quiere grumos en la papilla, borococos los llama ella. Comer caliente al menos una vez al día, ese es su lema, más para su hombre que ha estado en la sierra y vendrá hambriento y destemplado.

El gitano vive de la voluntad por pronosticar el sino de los recién nacidos de tres kilómetros a la redonda, más lejos no, por la fatiga de andar, pues ya se encuentra viejo. Nati sospecha que tiene sus reglas el gachón, y sin saberlo acierta, porque el gitano nunca menciona si ve o no a la muerte rondando al nacido, o si no va a alcanzar los siete años, circunstancia frecuente en los tiempos que corren.

—¿Qué nombre le pondrá? —pregunta Tallero.

A Nati le alerta el olfato el olor a gachas pegadas en el fondo de la cacerola, quita el recipiente del fuego, con prisa, arrastrándolo con una mano.

—Necesito saber el nombre para mejor pronosticarle el futuro a su hija —insiste Tallero.

Antoñito juguetea alrededor de Nati, detiene de pronto las carrerillas al ver la mueca de dolor en el rostro de la madre. Ha sido un retortijón en el vientre el que la ha obligado a sentarse, un cuajarón de sangre venido de las entrañas calienta el trapo que lleva entre las piernas. El niño le acaricia la mano, la madre sonríe para tranquilizarlo. La recién nacida sigue con los ojos cerrados, la recoloca entre los pechos porque algo le dice que debe protegerla de la negra ropa que viste el gitano de pies a sombrero.

—La llamaré Natica.

En ese momento llega una vecina a los fogones, es Paca la pichón, se dirige con aparente albur a aderezar el fuego contiguo, la llaman la pichón por el buche flácido que le cuelga de la barbilla.  Trae un cazo con la panza agujereada rebosado de castañas viejas para asarlas. Nati sabe que no se le ha ocurrido excusa mejor para estar en la cocina y enterarse de la conversación. Conoce bien a la Paca y sus costumbres, sale a las voces como los caracoles a la lluvia. Y verdad es que Paca viene resuelta a no perderse lo que allí se cuece, ya que le llegan tenues y entrecortadas las palabras hasta su casa y no acaba de comprender del todo las frases; aunque vive en la planta baja.

—Pero, ¡chiquilla! —Paca habla con una mano sujeta a la cintura, sepultada por uno de sus enormes pechos—, ¿qué haces de pie, recién parida? Anda, siéntate, mujer, que ya me hago yo cargo de la olla.

Nati adivina el pago que demandará Paca por el favor: un platito de gachas y enterarse bien enterada de lo que tenía que decir el gitano.

La niña sigue dormida como si todavía no quisiera saber nada del mundo, la madre piensa que hace bien, que aproveche, ya tendrá tiempo para sufrir. El niño Moreno se instala entre las piernas de Nati, se da cuenta de que la nueva hermanita le ha robado algo de su madre.

—Gracias, Paca, estoy esperando a que las gachas se enfríen un poco.

—Huelen de maravilla, hay que ver la corteza de limón y la canela en rama el olorcito que despiden y el saborcito tan rico que le dan —apunta la vecina, relamiéndose.

La hija de la gran puta está haciendo boca, piensa Nati.

—Tú no hagas nada, mujer, que ya te las llevo yo a tu casa.

                  Paca la pichón mueve la cabeza, pretende reñirla cariñosamente, alza las cejas dejando por imposible a Nati. Devuelve el carbón al cesto y esconde las castañas bajo el fogón, a buen recaudo, ahora ya tiene mejor disculpa para quedarse y poder enterarse bien de la conversación, se ha librado de asarlas, con un poco de suerte criarán más gusanos y por el mismo precio tendrá carne y vegetal, además, conlleva riesgo cocinarlas delante de gente porque de triquiñuelas todos sabemos y se empieza por «Qué bien huele» y se acaba teniendo que compartir. Saluda a Tallero, se santigua cuando este no la ve para protegerse de lo oscuro, de lo que no conoce y se escapa a sus entendederas. Intenta estirar la oreja, prolongarla más allá del cuerpo para orientarla como es debido hacia la conversación. Recuerda el dicho de las lenguas del barrio: «Si no se deja al gitano hacer sus predicciones una desgracia grande caerá no solo sobre la familia en la que ha nacido el infante, sino sobre las personas que lo rodean más allá de dos cuadras».

El brujo se quita el sombrero de vuelo de cuervo, lo cuelga en el muñón de una silla, el lance de Antoñito será ahora hacerlo suyo. El gitano, solemne, cubre a la recién nacida con las dos manos, inclina su retorcida espina dorsal y, al hacerlo, Nati huele en su ropa a gente amontonada. Abre los dedos en abanico sobre la cara de la pequeña, sus manos son de color aceituna, entumecidas por las venas y bultos de tendones viejos. El color es por la casta, el resto por los años vividos. Al gitano brujo se le vuelven los ojos, se mira los sesos durante unos minutos, al volverle los discos a las cuencas dicta sentencia con voz ronca. A Paca y a Nati les recorren escalofríos.

—No me gusta…—niega con la cabeza mientras emite ruiditos con la saliva aspirada—. Mal traer y llevar va a tener esta moza.

Nati se recoge con brío, tras la oreja, una onda de pelo recién desprendida.

—¿Qué quiere decir con eso, gitano?

El viejo engurruñe los labios con una mano, se forma una boca de conejo que obliga a salir estrechas a las palabras.

—La niña va a ser muy hermosa, pero rebelde, le va a traer más disgustos que alegrías a su familia.

Parece que hoy sobrevuela con mal agüero, gitano. ¿No será que viene hartito de vino? —dice la madre irritada.

La vecina quiere escuchar los malos augurios desde la primera fila y se sienta junto a Nati. Paca no abre la boca, no mueve un dedo para que no se le escape nada de lo que allí se diga y porque teme al mal fario. Recuerda la predicción que hizo Tallero al hijo de María García Colorado, una vecina de arriba, le sacó al niño que había nacido en cuerpo equivocado y más que hombre iba a ser fémina y apenas cumplió los trece años ya robaba las faldas de los tendederos para vestirse con ellas.

—Yo cuando trabajo soy muy formal y todavía no ha entrado vino en mis entrañas. A estas alturas de mis años, con solo tres vasos me arden las tripas como si me hubiera bebido la botella entera, cosa de los vinos de hoy que ya no son como los de antes.

—Pues acaba de echarme encima un buen nubarrón, señor mío.

—Lo siento de veras, Nati, pero lo que no puedo hacer es engañarla. Yo he cumplido y poco más tengo que decirle.

Tallera estira el cuello y con una tosecilla muestra a Nati la palma de la mano, demanda sus honorarios.

—¿Y no puedo hacer nada para cambiar la suerte de mi niña?

—No se puede luchar contra la propia naturaleza y esta niña ha nacido pájaro libre y ni usted ni nadie podrá hacer carrera de ella.

Lo ha dicho Tallero con la voz muy baja. Paca desespera por las palabras que se le han perdido entre la oreja de Nati y la boca del gitano.

La madre se levanta de la silla procurando no despertar a su pequeña, atraviesa con la mirada los ojos del brujo:

—¿Y para qué sirve, entonces, saber lo que tiene que pasar si no hay remedio?

—A lo mejor para que no te pille desprevenida, mujer de Dios —dice Paca.

—Si le hago caso a este lo único que me ha adelantado son sofocones y tristezas.

—Alguna circunstancia tendrá usted que aprender —habla solemne Tallero.

—¿Qué quiere decir, gitano? —dice Nati colocando bien la cabecita de su niña en el regazo.

—Que todo sufrimiento nos viene para enmendar algo del alma, asuntos que no sabemos descubrir solos por ser muy propios y estar muy adentro —dice Tallero muy quieto, con la mano abierta a la espera del cobro.

—Y digo yo. —Nati junta las cejas—. Si en vez de una gorda le diera dos, ¿cambiaría el futuro de mi hija?

—Sabe Dios la faltita que me hacen las perras, pero mentirle no puedo. Me juego una cosa demasiado grande.

—¿Qué se juega, hombre? No nos deje así —habla Paca.

—Perder mi don y que la luz que llega a las cuencas de mis ojos se apague para siempre y, entonces, me muera de hambre y sed, sobre todo de sed que sin comer se puede estar más días que sin beber, y el vino, como todo el mundo sabe, de tener, tiene su alimento y no puede faltar en la sangre. A mí que me registren. —Levanta las manos—. No he sido yo quien así lo ha dispuesto, sino… —Señala con los índices el cielo—. Ahora bien, ya que me lo pide se lo puedo anunciar con más cariño si cabe, y a lo mejor al ver los de arriba su buena voluntad hacia mi persona, quizás tenga la criatura mejor suerte, sobre todo si me paga dos gordas y añade de propina un platito de gachas.

Nati mira a Tallero, desconfía, pero no quiere riesgos con lo intangible. Dice que sí con gestos al permiso que le pide Paca para servirle gachas al gitano.

—Tome, cómaselas y váyase buen hombre, no ve que esta mujer tiene que descansar, acaba de parir. ¡Ay!, si los hombres pariesen…— Se da un golpe en la frente para decirlo.

El gitano recupera el sombrero de la cabeza de Antoñito, lo mira molesto, después se come las gachas a cucharones. El niño no se conforma y le tira del pantalón, se ha quedado con más ganas de jugar. Sin enterarse madre ni vecina, Tallero sacude la pierna para deshacerse del pequeño como lo haría de un perro chico que se le meara encima. El brujo se marcha con prisas, con las dos perras gordas apretadas en el puño, antes de que el niño se eche a llorar por sus patadas. Una vez en la calle y con el frío, advierte que la calentura producida por las gachas en las tripas si se comparase con la del vino ganan las primeras por tener mayor consistencia, aunque la alegría que ofrece el vino al alma no la da la harina ni ningún otro alimento.

Paca se ofrece al traslado de la cacerola a la casa de Nati, la deposita sobre la mesa.

—En la cama te quiero ver, descansando con tu hija.

Nati no contesta, el brujo la ha dejado preocupada, se arrepiente de haberlo escuchado.

—No le hagas ni pizca de caso a ese gitano de mal vivir, mujer de Dios. Esta preciosidad no te puede dar mala vida, con lo bonita que es ella…, mírala…—Paca agita su buche de pichón sobre la niña para hacerle una carantoña.

—Gracias, Paca, Dios te lo pague. Todavía tengo el olor a zorruno de ese hombre metido en la nariz.

Paca no comenta sobre el olor de Tallero, se da cuenta de que a ella no le ha molestado, se quita de la cabeza que debe de ser porque es semejante al suyo. Erguida y digna se adereza el moño, lo último de este mundo es dejar traslucir el pensamiento y que se sepa cómo es una por dentro.

—No llores, Antoñito —dice Paca para cambiar de tercio—, ven, verás cómo le da teta tu mamá a la hermanita. Bueno, Nati, yo ya me voy que es tarde.

En ese momento entra Manuel por el portón de la finca, ha dejado a Mioreja en la cuadra y al Tío Papeles en El Olivar, a medio camino. Cuando se dispone a entrar en la casa topa con Paca:

—¡Enhorabuena, Manuel!, una niña para comérsela.

—Gracias, vecina, a conocerla voy.

Paca, ya en su vivienda y sin que nadie la oigaa, se dice en voz alta: «Aunque parece que un poco pelleja si te va a salir».  Se percata, entonces, de que se le ha olvidado pedirle el plato de gachas: «¡Maldita sea!, seré tonta, pues sí le han salido baratas mis atenciones».

Nati da de mamar a su pequeña, sentada sobre la cama. Manuel no pierde tiempo en lavarse el tizne, son más las ganas de darle un beso a su mujer y conocer a la nueva hija que la mugre del trabajo. La madre quiere mostrársela, la maniobra obliga a la niña a soltarse del pezón, lo busca afanosa como la única ancla que la sujeta al mundo.

—¡Vaya!, es verdad que es bonita la joíaporculo.

Nati, orgullosa, la destapa un poco más para que su hombre compruebe la buena salud con que han fabricado al retoño y de paso presumir de la calidad de la horma de donde ha salido.

—Es muy hermosa, Manuel, ¿verdad?

Manuel afirma con la cabeza, no puede hablar, acaba de embelesarse con la sonrisa de su niña.

Moreno da pequeños toques en las piernas de Manuel, él también existe. Consigue la atención de su padre que lo coge en brazos y le retira con el pañuelo dos velones de mocos. Pero el piconero vuelve la mirada hacia Natica, mientras el hijo juega a trazarle en el rostro, manchado de carbonilla, un camino de color carne y con el dedo untado de hollín aprovecha a pintarse también la cara como un piconero.

—Manuel, no cojas al niño, hombre, hasta que no te laves.

—¿Has visto, Antoñito?, tienes una hermanita.

Aproxima su cara a la del hijo y señala a la pequeña.

La madre guarda el pecho izquierdo, prepara el otro, esta niña viene con hambre. Observa Manuel con deleite el tiro suave que ejerce la naricita de su hija en el filo de los labios, dibujándole un corazón.

—Ya me ha dicho el Tío Papeles que ha ido bien el parto.

—La verdad es que no me encuentro demasiado mal, un poco cansada. Con Antoñito lo pasé peor. ¿Sabes?, ya ha pasado por aquí Tallero.

—¿Tallero?

—Sí, el brujo.

—¿Qué dice ese gitano?

Nati ayuda a atinar a la pequeña con el otro pezón.

—Pues nada, ¿qué va a decir?, lo he dejado hablar por las supersticiones que tiene una, pero no dice más que tonterías.

—Ese haragán con tal de no trabajar y de sacar unas perras…

Nati piensa en lo que le ha dicho el brujo de su niña, decide no disgustar al marido con malas noticias sin fundamento, al final los hijos son en la fantasía de cada cual como cada uno quiere que sean, luego de mayores ya se ocuparan ellos de sacar los cuernos propios.

Manuel deja a Moreno en el suelo, se arrodilla ante la cama para observar de cerca a su pequeña. Acaba de comprender el afán que tiene la gente por la belleza, porque de pronto le ha desaparecido la fatiga del día.

3 comentarios en “Primer capítulo | Natica | Lola Fernández

¿Me dejas un comentario? 😊❤